Alberto Sánchez, la dignidad de la pobreza [Jesús Fuentes Lázaro]

@ Javier Longobardo

Se suele decir que los principios y valores de lo que seremos en la edad adulta se fijan en el cerebro en los primeros años de la infancia. Sea cierto o sea falso, a partir de ahí, todo son variaciones, interpretaciones, vueltas y más vueltas sobre los mismos temas y los mismos asuntos. Alberto Sánchez nació y vivió en la pobreza, cercana a la miseria. Sintió la pobreza como una fuente de imaginación y creatividad. Nada que ver con los llamados artistas del hambre que proliferaron en los siglos XIX y XX que anunciaban como forma de arte una presencia despojada de todo, hasta del alimento. Las estrecheces económicas de los años de la infancia reaparecerán de diversas maneras en la vida adulta de Alberto hasta constituir una austeridad interior que condicionará su vida y su obra artística. Si no fue un escultor y pintor de más renombre se debió a esa austeridad que mantuvo durante toda su vida. No ambicionaba el dinero, no ambicionaba la fama, ahorraba en materiales y prefería la vida sencilla, casi primaria, a las complicaciones de la fama. Aunque de no haber nacido pobre no hubiera hecho la obra que hizo. Para pintar o esculpir le bastaba la imaginación que se había despertado en él desde pequeño, producto de las carencias. Su obra fue su forma de dignificar la pobreza de su vida y de la época. Resultó el antídoto que empleó en sí mismo para no vivir del rencor, no convertirse un artista permanentemente agraviado o combatir el narcisismo que se manifestaba en muchos personajes que conocía. Era el antidivo que terminaba ocupando el centro de las reuniones.

Nació en una familia pobre, en un barrio pobre, en una ciudad pobre. En el año 1895 Toledo era una ciudad destruida por los efectos aún no resarcidos de la guerra contra la invasión francesa. El barrio de “Las Covachuelas” formaba un conjunto destartalado, con construcciones de adobe a las espaldas de la muralla que limitaba con el río. Existe una foto del año 1890 que descubre con nitidez cómo era aquel barrio de “La Antequeruela.” No había agua corriente, las condiciones higiénicas eran precarias y los niños, cuando no trabajaban, vivían en la calle. El trabajo era escaso y poco se hacía por cambiar la situación. No existían empresas y el equivalente a las pequeñas oligarquías de cualquier ciudad mediana en realidad eran tenderos menesterosos, siempre quejosos de los limitados beneficios de sus mediocres negocios. La familia a duras penas podía mantener a los seis hijos – cuatro hijos, dos hijas – por lo que Alberto estuvo obligado a trabajar desde pequeño para aportar lo que se pudiera a la familia. Algo que era habitual en aquella época y lo sería hasta bastantes años después. El trabajo temprano de los hijos contribuía al mantenimiento de la familia.

@ Javier Longobardo

De la relación con la pobreza surgió el Alberto flaco, nervudo, de musculo fibroso y rostro seco. Prototípica figura de aquella ciudad pobre. Si un cuerpo humano puede representar a una ciudad, Alberto sería su identificación más simbólica. Asceta desde su nacimiento, no le importaba el dinero, solo le interesaba su trabajo. Se quejaba de pocas cosas y se sentía feliz con los hallazgos de su imaginación. Él mismo buscaba las piedras y los materiales para sus esculturas, una práctica que mantuvo a lo largo de su vida. Y como eran perecederos, se producen las pérdidas frecuentes de sus obras, al margen de otras desgracias, traslados, guerra, exilio. Representa en el siglo XX la lirica y la mística de la pobreza que en el siglo XVII se había convertido en identidad religiosa de Castilla. Conecta con la pintura del Greco, pero también con la poesía popular de Juan de la Cruz y la mística ascética de Teresa de Ávila Y si en Toledo pintores y escritores de la generación del 98 y siguientes buscaron el espíritu de Castilla, Alberto era su encarnación emblemática. Tal vez por eso caía bien a quienes le conocían o le trataban.

Existe en Alberto un claro rechazo a la ciudad, pero no al campo que la rodea. El mismo escribe “En realidad, todo esto de la Escuela de Vallecas para mi tiene su origen en la ciudad de Toledo, al constatar la vida fantasmal y de miedo de todos los chicos toledanos de sensibilidad despierta en los que la ciudad nos producía desagrado y malestar. En cambio el campo toledano que conocía bastante bien, provocaba en mí una alegría sana y a veces hasta el éxtasis, al presenciar los espectáculos de la naturaleza.” (Reproducido en el libro “Alberto Sánchez en su época”, de María Jesús Losada Gómez).

@ Javier Longobardo

Galdós, que escribe en 1870 “Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo,” trasmite su impresión de Toledo nada más llegar a la ciudad: “Al entrar por este sitio en la ciudad olvida el viajero que ha venido en el vehículo de los tiempos modernos. Su aspecto es el de los pueblos muertos, muertos para no renacer jamás, sin más interés que el de los recuerdos, sin esperanza de nueva vida, sin elementos que puedan, desarrollados nuevamente, darle un puesto entre los pueblos de hoy.” No es de extrañar que en las conversaciones vecinales que escuchan los niños de la época las expresiones más frecuentes sean las del hambre y la resignación por una vida de esfuerzos y privaciones. Estas preocupaciones cotidianas nutren su imaginación que transformará en dibujos o esculturas de formas verticales que se mantienen de milagro en el espacio vacío. La sensación de hambre permanente no desaparecerá de su vida y con la madurez se convertirá en austeridad. Así que cuando marcha a Rusia, sumida en la pobreza zarista, que la revolución no había superado, no le supuso demasiados esfuerzos adaptarse a las austeras condiciones que suele llevar aparejada, al margen de la situación del país, la condición de exiliado.

Los materiales que emplea son pobres: barro, piedras, madera, cemento. Busca él mismo chapas abandonadas, construye armazones con hierros, hules, telas que él pinta, cartón, papel, lápices de colores. Con esos materiales combinados da alas y sentimientos a sus esculturas. No rehúye el color, los ha aprendido a través de la contemplación de las obras del Greco que enuncia repetidamente. Son también los que ha observado en una naturaleza cambiante desde el amanecer más luminoso hasta el atardecer más profundo. Sus formas y colores son la traslación al dibujo de los cerros castellanos con colores, olores y sonidos que se dan en los 365 días del año. Sus obras expresan la pobreza de la gente que se afana en sobrevivir a una miseria atávica. Enlaza con la economía y la plástica de los pueblos primitivos, de las esculturas ibéricas que ha contemplado, con insistencia tozuda, en el Museo Arqueológico Nacional. Intuye que aquellos hombres estaban profundamente unidos a la naturaleza, que dependían y pertenecían a ella. Ella les proporcionaba las imágenes y representaciones de la realidad que él plasmaría en esculturas y dibujos. La escultura de Alberto no está hecha para decorar, sino para trasmitir las condiciones de la vida humana en una naturaleza de cosmogonías variadas.

¿Qué trasmiten sus obras? Severidad, amargura resignada, esquematismo simbólico, abstracción, delirio vertical, traducción de pensamientos arcaicos y principios esbozados. Alberto aprendió de sí mismo y de la observación de los campos de Castilla. Incorpora las variaciones de la luz y su proyección en las llanuras castellanas, en el exilio estepas rusas, que reducen a los hombres y a los animales a sombras espectrales. Las esculturas carecen de corporeidad, no poseen rostros, apenas son trazos que dibujan hombres o mujeres, reducidos por el hambre a la condición de espíritus. Su aprendizaje autónomo lo contrasta en las conversaciones dialécticas con Barradas o en los interminables paseos con Benjamín Palencia, calculando la intensidad oscilante de la luz de los cerros de Vallecas o las planicies de la Sagra, paisajes, poblados de escorpiones, salamandras y lagartos, con escarabajos peloteros luchando en peleas interminables contra las hormigas. “Son cerros trazados y geometrizados por los bichos que se arrastran.” O por los vaivenes del agua y el viento que moldean los materiales inertes hasta aflorar la mera esencia de la piedra o de la madera. Los perros aúllan a la luna, los animales se espantan de su soledad, los toros mugen en el calor extenuante de los veranos tórridos de la meseta.

Su obra remite una y otra vez a los años de la infancia y la juventud toledana. La pobreza de la familia quedó grabada en su memoria. Y así, sus obras no son sino variaciones de los sueños imaginarios que producía el hambre y la soledad entre el alcaén del barrio y la naturaleza apenas perfilada de los cigarrales. No buscó la opulencia del arte, sino la dignidad de la pobreza. Tal vez ese espíritu haya motivado que, al menos en Toledo, su ciudad, la obra no haya sido valorada debidamente. Recuerdan, demasiado cercanas aún, estrecheces e ignorancias que se quieren disimular.

Jesús Fuentes Lázaro

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