Un grupo de ciudadanos notables, que se reunía semanalmente en torno a una mesa del restaurante Casa Aurelio, sugirieron al propietario la idea (siguiendo el ejemplo de los murales de Alberto Corazón en Puerta Cerrada de Madrid) de embellecer la fachada de catorce metros por tres y medio de ancho, que tristemente presidía este tramo de angosta y descuadrada calle. Como todos conocían a buenos artistas locales capacitados para realizarlo y no se ponían de acuerdo a cuál de ellos hacerle el encargo, decidieron sacarlo a concurso con plica, es decir anónimo hasta después del fallo del jurado.
Había que implicar a las comisiones de control y autoridades de la ciudad, conservadoras por definición, para que no se opusieran y para ello propusieron su incorporación al propio concurso. El jurado lo componían: Teresa Laguía Arrazola, en representación del Alcalde Joaquín Sánchez Garrido. En representación de la Comisión de Patrimonio Artístico, Julio Porres Martín-Cleto. Por el Colegio de Arquitectos, Antonio García Velada. En representación de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas, Francisco Rojas Gómez. Completaban el jurado Rafael Canogar, como artista notable nacido y vinculado a Toledo, y Aurelio, el promotor de la idea.
Se presentaron 33 propuestas de las que salieron cinco finalistas y, por unanimidad, se eligió de entre estos cinco, el boceto de estilo posmoderno (según las crónicas) de “fumando espero”, lema tras el que se escondía Fernando Sordo Juanena. La dotación fue de 250.000 pesetas e incluía la realización de la pieza.
Al principio pensaron que la persona que ocultaba esta plica era una mujer. Nadie sabía quién era Fernando Sordo hasta que José María Calvo Cirujano, vicedirector del Instituto El Greco, informó al jurado de que era el Catedrático de dibujo de dicho instituto.
Con el premio bajo el brazo me marché, con mi familia, a una casa en Puy de Noix, en la Corrèze, donde solíamos pasar las vacaciones de verano dibujando, cocinando, haciendo turismo, con el firme propósito de traerme los dibujos a escala real y calados para pasarlos a la pared. Era el cuarto mural que afrontaba y sabía cuál era el procedimiento adecuado en una pared de la que no se podía tomar distancias para observar el curso de la obra. La idea era comenzar la realización inmediatamente después de las vacaciones. A primeros de septiembre empezamos a contratar todos los elementos necesarios y a proveernos de los medios y herramientas precisos.
Desde el principio conté con la colaboración de un grupo de gente que se ofreció a ayudar. Pedro Cases consiguió contactar a dos jóvenes estudiantes de la Escuela de Artes, Pablo Meneses y José Luis Fuentes, que serían los ayudantes con los que conté hasta el final.
Conseguimos que una empresa constructora instalara un andamio y la protección de la obra.
Para el tratamiento de la pared se graparon las abundantes grietas y se colocó, encima de éstas, una malla de plástico. Sobre una pared desnuda y limpia se dio un mortero de tres o cuatro centímetros de espesor perfectamente tendido y fratasado, en fase experimental, que proporcionó Bayer. Éste incluía una resina plástica y fibra, además de cemento blanco, polvo de mármol y algún otro producto. Toda una novedad en aquella época.
José Sánchez Beato nos puso en contacto con la fábrica de pinturas “Productos Díez”, de Villaverde. En sus laboratorios y con los químicos de la empresa desarrollamos las pinturas teniendo en cuenta la radiación ultravioleta de la zona, la acción de la contaminación ácida y los cambios de temperatura.
Para mí fue una gran experiencia. Elegimos la resina más adecuada teniendo en cuenta flexibilidad y dilatación, ya que la preparación de la pared no presentaba problemas de agarre alguno. Lo más complicado fue el color. Fuimos sustituyendo los colores del boceto más inestables: carmines, lacas, amarillo de Nápoles y violetas, por otros procedentes de la ftalocianina, con la consiguiente rectificación y ajuste de la gama.
Anuncié que entregaría la obra en un mes sin usar los domingos, pero nadie lo creía. La desconfianza de Aurelio fue cambiando paulatinamente a medida que nos fuimos conociendo hasta llegar a una gran amistad, de la que siempre me he sentido muy orgulloso. Con todo en marcha, iniciamos la traslación de los dibujos a la pared y fuimos pintando, de arriba a abajo, terminando el fragmento asignado para cada jornada.
Cada día había más espectadores que fueron cambiando desde la absoluta discrepancia inicial hasta el apoyo incondicional. Los más críticos hacían acto de presencia cada día para protestar. Otros nos animaban en nuestro empeño mientras hacían fotografías de todas las fases, preguntándolo todo. Un espectáculo tal que, en los días más concurridos, vísperas de festivos, no se podía pasar por la calle. Traían los recortes de prensa cuando aparecían y se ofrecían a resolver cualquier necesidad o contratiempo. Fue un aprendizaje extraordinario sobre la condición humana y fuimos poco a poco conquistando hasta a los más intransigentes. Bueno, alguno quedó por ahí dando guerra. Un mes después del inicio de la pintura sobre la pared, como estaba previsto, entregamos la obra terminada. “A penas cuatro meses después de que fuera seleccionado el boceto en el concurso del mural…se ha procedido a la inauguración del gigantesco dibujo que cubre una superficie…” esta es la noticia del 17 de Septiembre de 1984 que recoge el diario Ya.
Cuando propuse a Fernando que escribiera este artículo, lo hice por muchos motivos. Uno es porque la memoria cercana se desvanece lentamente; está tan próxima que apenas parece necesitar de nuestra atención. Otro es que el mural acudió a solucionar un problema, y no a crearlo de manera trivial como ocurre ahora con tanta frecuencia. También porque en su diseño Fernando adoptó una posición subordinada con el entorno, y no otra fundada solamente en un personalismo protagonista; y eso ocurrió sin renunciar a su rabiosa modernidad que aún hoy es palpable. Cómo el muro desaparece al ascender la mirada es admirable. Como también lo es el recuerdo a una modernidad que acudía en aquellos momentos a conservar la maltrecha ciudad como símbolo de nuestra cultura. Y lo hacía con los mejores, o con las mejores intenciones.
Quizá sea una buena idea el reservar el presupuesto destinado a pintar banalidades en los cierres metálicos del entorno y restaurar esta obra como se merece. Con esto nos ahorraríamos, además, una buena cantidad de “ruido” que contamina la tranquilidad de los pocos viandantes que quedamos cuando esos cierres vuelven a enseñar sus personales diseños.
Benjamín Juan