El juego infinito. El segundo bloque de la Avenida de la Reconquista (1) [Luis Antolín Jimeno]

Tener un lugar dónde jugar libres es uno de los regalos más bellos y definitivos que pueden hacer los urbanistas y los políticos a la población a la que sirven. Algunos espacios a disposición de los niños de Toledo en los años cincuenta, nos han hermanado para siempre y los juegos, en mi caso, permanecen vivos en la memoria, lo suficiente como para haberlos recopilado en un relato que ahora resumo en este blog.

El vértigo

Siempre ganaba dando la vuelta al patio con mucha ventaja sobre los demás. Mi triciclo era un cachivache que ya estaba en casa cuando nací, vetusto, sobrio y, como si dijéramos, de competición, —la tricibici dimos en llamarle— no tenía cabeza de caballito o de conejito sobre el manillar, el asiento no era una madera corrida sino un sillín de cuero, como de bicicleta, tenía la trasmisión a las ruedas de atrás con cadena, las ruedas tenían radios y rodaban sobre gomas macizas. Con él perdía el control en las curvas, mientras los demás niños se movían lentamente por más esfuerzo que hicieran. Lo mío era un triciclo de carreras y los de los demás, juguetes.

Tengo el recuerdo de dar pedales a una velocidad endiablada y, cuando perdía el contacto del pie con el pedal, éste giraba loco y me desollaba los tobillos, lo que no impedía que siguiera la carrera desenfrenada y no me quejara hasta que mi madre me ponía yodo en las heridas. Esa sensación de moverme más deprisa de lo que puedo dominar y estar a merced de la inercia, es el vértigo y, cuando lo siento, tengo bastante con esa excitación y no me importa mucho ganar, perder ni las consecuencias.

Cuando competía con alguien que si perdía se enfadaba, le dejaba ganar. Algo así me ocurrió en una carrera de caballos. Me explico. Todos los años en verano, por la feria de agosto, había concurso hípico de salto de caballos en el estadio de Palomarejos. Por las bocinas de la megafonía se desarrollaba el protocolo del concurso: “En pista Frasquito, montado por el capitán Cabanas. Preparado Moro montado por el Sr. Soler”. Después decían los resultados, por ejemplo: “Tiempo del capitán Cabanas montando a Frasquito, 1 minuto 25 segundos y 3 puntos de penalización”. Era todo un acontecimiento. Pues bien, aprovechando que a Toñi, un mayorzote, le habían regalado un reloj con segundero, montamos un recorrido de obstáculos amontonando piedras y palos, y reprodujimos el concurso con toda su parafernalia, de manera que había que inventarse el nombre del caballo y el estatus del que montaba (civil o militar) de tal manera que, de medio cuerpo para abajo éramos el caballo y la mitad de arriba el caballero, aunque relincháramos por la boca del jinete y soltáramos una mano de las riendas para azotar las ancas del caballo, que era el culo del propietario de la mano. Toñi prometió algún premio que luego no dio. Me consta que hacía trampa con los tiempos, pero a mí no me importaba ese arcano temporal que te daba la victoria o el segundo puesto, yo sabía que era el mejor porque no tiraba un solo obstáculo y quien mejor imitaba el trote del caballo, llevaba mejor las riendas y hasta simulaba algún rehúse para que fuera más creíble. Hasta que Goyo, que también era mayor, me dijo: “¡Déjate de tonterías y corre entre los obstáculos todo lo que puedas si quieres ganar!” Así lo hice y gane esa manga, aunque recuerdo que me pareció una tontería ganar corriendo sin adornar la carrera con algún relincho.

Rafa y el espacio-tiempo

Mi rival en competencias deportivas era Rafa. Teníamos una enconada rivalidad por ver quién saltaba más altura. Un día pasó por allí un vecino muy elegante con sombrero y bastón, e incentivó nuestro concurso con la promesa de una peseta (o dos reales) para el que más saltara. El patio se paralizó ante la disputa deportiva, por un momento profesionalizada. Y al ver que saltábamos lo mismo, el tío roñoso, se guardó la peseta y se largó.

Rafa era un tipo genial, con quien se podía competir en carreras o saltos, pero no en osadía. Era el maestro de la estrategia en todos los juegos que lo permitieran: escondite, bote-botero, pañuelo, cadena pírrica, marro… lo que fuera. En todo lo que se pudieran interpretar las normas tenía una respuesta desconcertante, una solución impensable, una versión que le ofrecía la ventaja de la sorpresa. Pero es que, además, era un polemista brillante y tan arriesgado como para defender en el Toledo de finales de los cincuenta que Anquetil era mejor que Bahamontes o fundar una especie de peña barcelonista para romper el pensamiento único sobre las fidelidades nacional-futboleras

Rafa era impredecible en sus acciones, el último en ser capturado en los juegos de perseguir y la esperanza de ser rescatados de los pardillos que nos aventurábamos con poca cabeza. Arriesgaba no sólo en la táctica y la estrategia, sino que también llevaba sus habilidades al extremo en un permanente desafío al espacio-tiempo, al equilibrio y la probabilidad. Le vi caer de un árbol y romperse un brazo al intentar pasar de una rama a otra como Tarzán. Era maestro en un extraño juego de equilibrio que nos permitía recorrer la fachada del bloque aferrándonos con las uñas a los salientes de los ladrillos y las sujeciones de los balcones. Colgado del quicio de hierro de la puerta que daba acceso a las viviendas, volteaba adelante y atrás pasando las piernas entre los brazos y, no sé qué querría hacer, el día que desde esos tres metros de altura cayó de cabeza al suelo descalabrándose una vez más. En el colmo de la osadía se descolgaba por el interior del estrecho hueco de la escalinata de cuatro pisos de las viviendas, por donde un día se cayó, desde el piso más alto hasta el segundo con el resultado de una dislocación del hombro y un terrible golpe en la mandíbula que le provocó un flemón enorme. Vamos, para matarse. Además, era un genio de las matemáticas, no solo de las de clase, las teóricas. Era capaz de calcular la fuerza de la patada que debía dar al bote del bote botero y si merecía la pena esforzarse en ello.

De paso he nombrado un juego que llamábamos “cadena pírrica”. ¡Casi nada! ¿Por qué ese nombre? La “pírrica” pudo ser un ritual cretense de iniciación vinculado a la celebración de una victoria o el baile de la reina Pirra de Tebas. No sé si de aquel rito iniciático provenía la retahíla con que comenzaba el juego. Los perseguidores, encerrados en el “Safo”, voceaban: “¡Cadena Píirrica!” Y los que estaban libres, les daban permiso para salir: “¡Qué salga la burra cachonda tirando peos por un canuto!” Y a correr y perseguirse por el patio.

Los lugares del juego

Todo esto pasaba en el segundo bloque de la Avenida de la Reconquista. Físicamente era el segundo, pero el primero no era el primero sino el de los militares y el que iba a continuación del segundo era el primero (que era el primero que se construyó, pero, realmente, el tercero en el orden). Los bloques primero y segundo estaban construidos con todo lujo de materiales: columnas dóricas, o algo así, de granito, cerámicas de Ruiz de Luna, dos grandes patios y una piscina en cada uno.

Recreación de memoria del patio del Bloque 2 de la Avenida de la Reconquista desde la ventana de mi casa. @Luis Antolín

Los patios eran el espacio donde se desarrollaban los juegos y todo lo que allí había, árboles, bancos, alcantarillas, terrazas, alcores, tenían sentido en función del juego. Un lugar para el juego infantil construido de granito. Allí estaban todos los desafíos que el vértigo necesita: El plano inclinado, de granito, por donde resbalar y destrozar los pantalones, el bordillo estrecho, de granito también, para perseguirse guardando un precario equilibrio, los bancos, de granito, separados a distancias diferentes para saltar de uno a otro y, si fallabas, destrozarte las canillas contra el borde de granito, los escalones, que podían ser utilizados como gradas para una representación teatral, o para ver cuántos eras capaz de saltar con evidente riesgo de no llegar y descalabrarte, una piscina, con bordillos de granito, indagar en los espacios verticales encaramado a los álamos a varios metros de altura o pegarte las hojas a la piel aplastando los pulgones para que se te sujetaran mientras hacías el indio, escalar a las terrazas de granito, reptar bajo los bancos de granito, saltar sobre los bancos de granito.

Había dos patios, mi patio y el otro patio. Mi patio era aquel en el cual tu madre podía verte desde la ventana. Cuando éramos más pequeños, teníamos prohibido ir al otro patio a no ser que fueras con un mayor. En cualquier caso, era una osadía, ya que básicamente éramos enemigos y, a veces, un grupo, al grito de “a por los del otro patio” daba una vuelta por el territorio de los otros, provocando con gritos y algún empujón (hay que pensar en una patulea de niños de 7, 8 años). En la adolescencia, ya no éramos enemigos y preferíamos estar en el otro patio, ocultos de las miradas de nuestros padres.

Luis Antolín Jimeno

 

 

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