Sueño de la pintura, pintura del sueño [José Rivero Serrano]

La noche: Ferdinand Hodler 1890. Kunstmuseum, Berna.

Buena parte de los sueños rastreables en los precedentes pictóricos ya han sido enunciados literariamente, y cuentan con una naturaleza que establece y propone la visión del Sueño como Anticipación o revelación y fija un enunciado de interés que viaja de lo individual a lo colectivo. Los Sueños de José o de Moisés, serían los casos más representativos, al visualizarse un futuro colectivo solo desde la captura individual. Otros registros de Sueños (de Joaquín, de José, de Santos diversos), tal vez lo sean desde la órbita de lo individual, con implicaciones colectivas más reducidas. Por ello conviene anotar lo captado por Jean Clair como inflexión por el Simbolismo, en esa deriva de lo colectivo a lo individual: “El proyecto simbolista no es más que una tentativa desesperada de restablecer lazos entre las representaciones parceladas del sujeto: recobrar la unidad del yo puesta en peligro por fuerzas dislocantes que comienza a definir e intenta tratar la nueva pirología: los sueños, las pulsiones urgidas del inconsciente, los automatismos psíquicos, las acciones reflejadas…”.

Antes aún de las tareas esclarecedoras de la Teoría Psicoanalítica y su interpretación de los sueños, la tradición bíblica establecía tres tipos de sueños: los naturales, los de origen divino y los históricos. Precisando incluso, como los primeros acontecían en el primer tercio de la noche y provenían de indicaciones divinas. Indicaciones que ya aparecían tanto en la Odisea como en el Ilíada y que se plasmaban como premoniciones que había que interpretar. Entre los sueños de la mujer de Pilatos (del primer grupo); los sueños de los profetas (del segundo) y los de José (del tercero) se componía esa taxonomía conflictiva del Sueño; ya que muchas veces un Sueño participaba de más de un grupo propio.

La aparición de la representación del Sueño en la pintura verifica cierto aplazamiento o cierta postergación meditada de esa dificultad precedente. No tanto por las limitaciones técnicas propias para resolver ciertas escenas oníricas, ni siquiera por el escaso peso conceptual que el sueño tiene hasta bien entrado el seiscientos. Más bien por cierto pacto de silencio misterioso o por cierta ambigüedad de su ubicación. ¿Historia, Naturaleza o Divinidad? Como si con ello, con el tratamiento pictórico admitido del sueño, se conculcase alguna regla no declarada sobre la visibilidad y sobre la verosimilitud del mismo. Como si con el tratamiento pictórico del sueño se evidenciase el carácter fantasmal y alegórico de toda pintura y se revelase ya el artificio de su representación, por más que contara con una procedencia divina. Si la pintura de suyo es ya una ensoñación o una elaboración de la imagen, de naturaleza parecida a las que se producen en el sueño; habría que eludir la doble representación ficticia del Sueño Soñado para evitar descubrir la desnudez del artificio pictórico y su desmentido consiguiente.

Hay que esperar por ello al siglo XVII y a la eclosión barroca, en donde ya se realizan trabajos sistemáticos sobre la representación de durmientes y soñantes. Pero no sólo en la pintura emerge el sueño; aparece ya en ciertos dramas de Shakespeare, en ciertos textos de Quevedo y en los dramas de Calderón; y se le otorga un estatuto real, lejos de las ensoñaciones precedentes. En ese carácter de las ensoñaciones precedentes (ya de José, ya de Jacob) prevalece el valor de la revelación como asunto cuasi religioso de la comunicación onírica. Dando a entender con ello, que buena parte de la Verdad Revelada procede del sueño del receptor; y es en ese cauce en el que más y mejor se manifiesta Yahvé: no sólo los sueños repetidos de José y de Jacob, sino los de Adán dormido para extraer una costilla de su cuerpo; el de Abraham presto al sacrificio de su hijo o el de Moisés para recibir las indicaciones del Éxodo.

Los sueños barrocos comienzan a ser, finalmente, más sueños mundanos o Vanitas, que vías de recepción y revelación de verdades eternas. Durmientes históricos, como el Job de Ribera o durmientes actuales del momento representado, como nos presentan los trabajos de Antonio Pereda y Murillo entre otros, componen parte de esa nómina que crece con el siglo de la Contrarreforma. Por todo eso hay que reconocer la excepcionalidad temprana del trabajo de Giotto de 1296 en Asís, con ‘El sueño del Papa Inocente III’. Encomendando al desarrollo de un sueño parte del entendimiento del futuro próximo; pero no de un futuro visionario, sino de un futuro razonable y aceptado. La representación del sueño papal nos permite visualizar no sólo la estancia del descanso y sus custodios, sino el contenido de las imágenes soñadas. Imágenes que verifican la próxima erección del templo de San Francisco, que se avista ya materializado y definido en sus formas y trazas. Frente al sueño papal, Giotto en otro trabajo de ensoñaciones, ‘El sueño de Joaquín’, de la Capilla Scrovegni, realizado diez años más tarde, no despliega ninguna visión anticipatoria sobre el futuro de la hija del soñante: es solo la escena captada en el tiempo presente de la ensoñación. Podría haber visualizado Joaquín en su Sueño, algo más sobre el futuro incierto de su hija María, llamada a ser Madre del Salvador; pero no. Más aún, la indiferencia del durmiente ante los sucesos extraordinarios es similar a la mostrada por San José en ‘La Natividad’ de la misma capilla padovana. El padre putativo, duerme junto al ganado, mientras todo a su alrededor despliega una actividad desmesurada y por él ignorada. Componiendo ambos, Joaquín y José, imágenes del Sueño descuidado, sobrevenido por azar o casualidad, frente a los sueños anticipatorios de Inocencio o de Constantino que pretenden construir un futuro visionario. Sueños desapercibidos y Sueños premonitorios, como barruntos de la doble vía de su esencia.

El sueño de Constantino: Agnolo Gaddi, 1390. Iglesia de Santa Croce. Florencia

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Las representaciones de los sueños en su condición física de postración, prolongan el requisito fisiológico de la horizontalidad que demanda el equilibrio del cuerpo y establecen un paralelismo con otras representaciones yacentes, ya precedentes o ya coetáneas: como si la sustancia del sueño se desplegara, finalmente, entre el nacimiento y la muerte; entre la Natividad y la Deposición. El mismo Giotto, ensaya desde la posición horizontal del Sueño, las representaciones de ‘La muerte de Cristo’ (Scrovegni, 1305) o de ‘La muerte de San Francisco’ (Asís, 1325); aunque también es capaz de operar, desde la horizontal rectificada del protagonista, en ‘La resurrección de Lázaro’ (Scrovegni, 1305) o en ‘La resurrección de Drusiana’ (Santa Croce, 1320).

El interés por estas capturas de la ensoñación y del durmiente, lo verifica y ensaya por partida doble Mantegna hacia 1455 y 1459, en su ‘Huerto de los olivos’. Un Cristo orante, unos apóstoles dormidos, un paisaje de fondo y una turba que se aproxima a Getsemaní para proseguir el itinerario de La Pasión. De una Pasión que acontece, al igual que el sueño capturado, al aire libre. Ya no es la captura del Sueño en el interior de una estancia sosegada; ahora es un campo abierto el espacio que actúa como receptáculo tanto de la representación como de la ensoñación. Un interés final por la ensoñación, que se desplaza años más tarde en las representaciones yacentes del ‘Tránsito de la Virgen’ (1461) y del ‘Cristo muerto’ (1490) de Mantegna; mostrando el hilo invisible de las representaciones del Sueño que concluyen en la muerte o, en la misma muerte representada como sueño.

Pero ¿no es la Muerte un sueño fatal y final? Cerca en el tiempo estarían las representaciones de Vittore Carpaccio, que en 1495 realiza ‘El sueño de Santa Úrsula’ y en 1505 ‘La visión de San Agustín’. Este, tal vez sea una representación de las pocas revelaciones verificadas en la vigilia del receptor; mientras que el clásico sueño de la santa se verifica desde el lecho; aunque también el lecho y la imagen yaciente son el asunto central de la ‘Natividad de la Virgen’ del mismo Carpaccio (1504).

El Sueño de santa Úrsula. Vittore Carpaccio, 1495. Galería de la Academia. Florencia.

1504, es por otra parte, el año en que se verifica cierta inflexión, con el trabajo de Rafael ‘El sueño del caballero’. Inflexión referida tanto a la laicidad del soñante (ya no es, o no lo aparenta ser, un sueño religioso o una vía de revelación divina en esa fase de anticipación) como a la posición propia del durmiente. Laicidad y posición que se anudan con la ensoñación a cielo abierto que ya abriera Mantegna cincuenta años antes. Ahora es el reposo del guerrero cansado tras la batalla y apoyado en su escudo, entre las dos Virtudes que le acompañan y que se sitúan en relación a la centralidad del tronco arbóreo central. La Gloria y la Fortaleza (aunque también en la versión de Loffi sean ya la Virtus y la Voluptas), parecen custodiar el sueño del guerrero, que aparenta ser un vencedor, nunca un derrotado; aunque aparezca derrotado por el mismo sueño. Como si el Sueño mismo fuera un nuevo campo de batalla.

Con todo ello, con la entronización del Mundo (laicidad, espacios exteriores y posiciones sedentes) en la órbita de los sueños representados, van a aparecer además toda la secuela de representaciones de un nuevo género: el de las Venus yacentes o tendidas, como prolongación de los atributos femeninos que prolonga el Sueño con el comercio sexual del ‘Sâkab’. No será por tanto la inauguración del desnudo, ya que éste se había utilizado con fines alegóricos o morales, sino la visualización del cuerpo desnudo de la mujer en posición yaciente propicia para el intercambio carnal o propicia para ser observada. Así serían los casos paradigmáticos, de Tiziano o Giorgone, con su serie de Venus y Danae, de mediados del siglo XVI, a las que ha revisado con detalle y atención Félix de Azúa y de las que ha fijado una duda: “Puede que duerman y puede que no…Se diría que es una figura atemporal, pero tuvo un comienzo y, seguramente, tendrá un final”. Es ese el hilo que revela la conexión de las series de Venus y Danaes con el sueño: puede que duerman o puede que no. Puede, incluso, que finjan un sueño corto para complacer al observador. Aunque estos sueños, caso de existir, se representan como sueños diurnos que habría que contraponer, al sueño por antonomasia, esto es el sueño nocturno; siguiendo lo ya mencionado anteriormente por Ángel González al advertir: “De noche soñamos con nosotros; de día, con lo que tenemos. De noche fantaseamos con aquellas inquietudes y aquellos anhelos sólo nuestros, de día, ni siquiera dormidos dejamos de entrever el mundo”.

El sueño del patricio. Bartolomé Esteban Murillo, 1665. Museo del Prado.
La pesadilla: Henry Fuseli, 1781. Instituto de Arte de Detroit.

La secularización del sueño barroco, como en los casos señalados de Pereda, de Ribera y de Murillo, anticipa el abandono del aura religiosa (patente aún en ‘El sueño de San José’ de Goya de 1771) y abre vías al sueño laico y fundamentalmente romántico: frente a la Historia de la religión o frente a las Sagradas Escrituras, ahora el Sturm und Drag, que bate el desconsuelo romántico y presta sus aristas al conflicto entre una Naturaleza implacable y un Progreso no menos implacable y técnico. Así, por ello, el Sueño Alterado, como en ‘La pesadilla’ de Johan Heinrich Füssli de 1792; el Sueño Atormentado como en el Goya de ‘El sueño de la razón produce monstruos’ (1779) y el Sueño de la Muerte como en ‘El entierro de Atala’ de Girodet (1813). Unos sueños que tendrían su prolongación en otras obras intercambiables con aquellas. ‘El sueño del pastor’ del mismo Füssli de 1793; en la doble representación de ‘El sueño de Ossián’ de Simon Gerard de 1801 y de Ingres de 1813 y en el exotismo de Delacroix (que produce un tema religioso en 1825 ‘El monte de los olivos’) para dar paso, posteriormente, al laicismo colorista de ‘Sardanápalo’ de 1828 o al ‘Otelo’ de 1860. Un exotismo militante, como la extrañeza misma del sueño adherido, que tendrá las prolongaciones orientalizantes de las Cleopatras de Alma Tadema (1883) o la de Cabanel (1888). Y también las vías historicistas de Burnett Jones y su ‘Bosque de Briar’ (1872) o la pieza de Detaille ‘El sueño de la victoria’ (1888).

El bosque de Briar: Edward Burne-Jones, 1872.

Un exotismo, como vía de escape a la normalidad que el desarrollo científico-técnico va imprimiendo a las vidas, y como exaltación de cierta extrañeza vital de todo creador auténtico. Por no hablar de ese cuadro-programa de Ferdinad Hodler ‘La nuit’ (1889-1890), donde la fisiología del durmiente se superpone con la desnudez plácida, y el éxtasis placentero con el terror de la peri-vigilia para componer una panorama sobre el Sueño, más aterrador que placentero. Como fueron, por otra parte, sus ensayos de durmientes realizados entre 1909 y 1913; unos durmientes que ya son más moribundos que vivientes.

El rompecabezas de la ensoñación y de su representación plural, quizás quede evidenciado con el trabajo de Boecklin, ‘Vita somniun breve’ (1888). Boecklin compone, al amparo del título que identifica la vida con el Sueño, todo un programa simbólico hermético y difuso. La fuente que mana desde el edículo y alimenta el jardín floreado; el jinete que se aleja hacia el horizonte entrevisto; la muerte que golpea al anciano; los niños que juguetean, en primer plano, sobre el regato y el desnudo oferente que mira a una posición indefinida y que cubre sus piernas con una gasa nocturna cubierta de estrellas. Todo un programa alegórico en el que el Sueño ha perdido sus relaciones precedentes de índole religiosa y vidente, y manifestándose ya como un asunto complejo de difícil lectura de cierta cotidianeidad laica. Advirtiendo esa conquista de la cotidianeidad que ya practicarán, consecuentemente, los campesinos sesteantes de Millet (1889) o de Van Gogh (1890), y sobre todo las piezas de ensoñación urbana de Manet de 1865 en su retrato familiar o, también, con el retrato de Mallarmé tendido en el diván. Cotidianeidad del sueño, exento ya de las viejas implicaciones que habían ocupado el espacio de la pintura; pero que también, como verifica Gaugin en su serie de trabajos de 1889 a 1896 en los que expone los sueños programáticos de los indígenas, como parte de esos mismo gestos cotidianos y menores y carentes ya de todo significado exterior. De unos sueños que, perdida la componente mitológica, resultan intercambiables con los sueños urbanos de la Metrópolis.

Retrato de Stéphane Mallarmé. Édouard Manet, 1865. Museo de Orsay de París.
La siesta. Pablo Picasso, 1919. Museo de Arte Moderno ( MoMA ) New York.

El desvanecimiento del Sueño y sus misterios quedarían desvelados con la materialización del Análisis Psicológico y con ‘La interpretación de los Sueños’ ya en 1900. Lo que había sido campo exploratorio para la Pintura, comenzaba a serlo para la Psicología y adquiriría mayoría de edad con el Surrealismo y su búsqueda del Onirismo y del Automatismo como motores de ciertos desarrollos; desplazando la materialidad representativa del Sueño de lo Sagrado a lo Profano, de lo Simbólico a lo Narrativo, de lo Excepcional a lo Cotidiano. Como aconteciera con Walter Benjamín, de quien Ángel González llega a decir: “Benjamin más que Desnos, fue el gran durmiente que Breton esperaba ansioso, y su obra de los pasajes, la mejor del Surrealismo: Biblia de los dormidos, Baedeker de la Noche”. Como si ya el siglo XX fuera un campo nocturno exploratorio del animismo contemporáneo; iluminado por la luces de la Técnica y orlado por la potencia invisible de la Electricidad. Un campo nuevo, como los Campos Magnéticos, en los que se agolpan, como un caudal impetuoso, las representaciones inducidas del Sueño contemporáneo. Así, de Marc (1911), de Chirico (1915), de Matisse (1919), de Magritte (1927), de Savino (1927) o de Picasso (1932). Dando a entender con ello, con ese repertorio de representaciones, la benjaminana “desesperada confianza en los sueños nocturnos”. Una confianza que, pese a todo, aún no acierta a controlar la desesperación contemporánea. Una confianza desesperada o una desconfianza esperada que aún subsiste en la representación pictórica de esos treinta primeros años del siglo pasado, como si con ello se disipasen algunas de las dudas históricas de los Sueños y su universo y sus significados. Aunque para ello, aún se precisasen nuevas y mejoradas lecturas de esos ‘Ojos de la noche’.

José Rivero Serrano, arquitecto

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2 Comments

  • JESÚS FUENTES

    Ha sido un privilegio y un placer leer este texto y seguir las reproducciones fantásticas que lo acompaña. En mi caso, las de Mantegna me parecen maravillosas por la modernidad de la pintura y por la relación tan visual y potente que se establece entre sueño y muerte. Gracias por esta oportunidad de tratar un asunto que ya no parece interesar al arte. Jesús Fuentes

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