
Sólida arquitectura de la lluvia
Cuidada proporción, fiel armonía,
Juan García Hortelano, Echarse las pecas a la espalda. 1977
Si en 1972, a juicio de Charles Jencks –en su trabajo El lenguaje de la Arquitectura posmoderna, 1977–, había fracasado y muerto el Movimiento Moderno, merced a la demolición del Pruitt Igoe, producida en Sant Louis, habrá que indagar qué nace cuando se demuele algo o cuando se arruinan unos principios. Tal que Jencks llega a afirmar con detalle relojero: “La arquitectura moderna murió en San Luis, Missouri, el 15 de julio de 1972 a las 3:32 de la tarde (más o menos), cuando a varios bloques del infame proyecto Pruitt lgoe se les dio el tiro de gracia a base de dinamita. Antes de eso, habían sido objeto de vandalismo, mutilación y desfiguración por parte de sus residentes negros y, aunque se invirtieron millones de dólares para intentar conservar el lugar (reparando ascensores, ventanas o repintando todo) se puso fin a su miseria”.

La andanada posmoderna de Jencks tiene que ver con el furor antimoderno –anti-Movimiento Moderno, particularmente, como ya hiciera Tom Wolfe en ¿Quién teme a la Bauhaus feroz? – como ha captado Eugenio Vega en su texto A house is not a home[i]. La demolición de Pruitt Igoe (2021), donde llega a fijar cómo el precedente demonizado, con nota política, termina produciendo el consecuente arrasado. Así: “En 1927, en Le Nouveau Siècle, órgano del partido de extrema derecha, Le Faisceau, Le Corbusier mostró su plan Voisin para la ciudad de París. Aquel delirio incluía la demolición de cuarenta hectáreas de la capital parisina, en la orilla derecha del Sena, para levantar varios edificios en forma de cruz —de ciento ochenta metros de alto—, rodeados de jardines y con un sistema de circulación que separaba al peatón de los coches. La Carta de Atenas, a la que Le Corbusier había contribuido con entusiasmo, establecía el concepto de zonificación urbana en sectores vinculados a las funciones básicas del ser humano (Le Corbusier, 1957). Esta concepción industrial llevaba implícita una forma de entender la calle como ‘una máquina para producir tráfico’, ajena a la estructura urbana de la ciudad tradicional. Este sería el denostado precedente de la Arquitectura funcional y del Urbanismo que acabaría formulando la Carta de Atenas, y que, con el trasvase de posguerra de Europa a los Estados Unidos, se acabaría plasmando en actuaciones como Pruitt Igoe. Por lo que prosigue Vega: “En 1950, la administración de San Luis impulsó una cosa parecida a la utopía de Le Corbusier y encargó su proyecto a Minoru Yamasaki, el arquitecto que, años más tarde, construiría el desaparecido World Trade Center neoyorquino. El complejo recibió su nombre en honor de Wendell O. Pruitt, un piloto afroamericano –natural de San Luis– y de William L. Igoe, antiguo miembro de la Cámara de Representantes. La disparatada intención inicial era alojar a los residentes negros en la zona dedicada a Pruitt, y dejar para los blancos los apartamentos Igoe, pero un juez prohibió esa segregación. De todas formas, en Pruitt Igoe, donde no llegó a haber residentes blancos, solo vivían poco antes de la demolición unas 600 personas. En 1955 se terminaron los más de treinta edificios de once plantas, que sumaban 2870 viviendas en total, muy pequeñas todas ellas, con amplios jardines entre los bloques y zonas comunes en las pisos inferiores. Una serie de factores, entre los que se encontraban la pobreza de sus ocupantes y la política social de la administración, llevaron al fracaso un proyecto tan ambicioso. Por razones presupuestarias, las viviendas vieron mermados sus servicios: los apartamentos tenían menos metros de los previstos, los ascensores solo se detenían en algunas plantas y los parques de recreo no eran los esperados: la zona de juegos tuvo que ser añadida sólo después de que los residentes presionaran para su instalación. Las condiciones en Pruitt Igoe se deterioraron de tal manera que, a partir de 1968, las autoridades municipales tiraron la toalla y animaron a los residentes a que abandonaran el lugar. Finalmente, todos los edificios serían demolidos en varias fases a partir de marzo de 1972.Charles Jencks consideró que el fracaso del proyecto fue debido, esencialmente, a la arquitectura y no quiso tener en cuenta los innumerables factores que condujeron a aquel desastre). Insistía –en su tendencioso relato postmoderno– en que la causa de todo estaba en una concepción arquitectónica equivocada”. De igual forma que la tendenciosidad de Jencks omitía el factor de disolución del Movimiento Moderno que ya había aparecido en los CIAM X de Dubrovnik de 1956 –dedicado al Hábitat humano y que prolongaba el CIAM IX de 1953, de Aix-en-Provence– y al CIAM XI de 1959, de Otterlo, de disolución de la estructura de los congresos internacionales. Es decir que, en los años 1950-1955 de levantamiento de Pruitt Igoe, cierta dogmática funcional había entrado en crisis como puede rastrearse en los citados congresos.

Si ahora aplicáramos el mismo parámetro conceptual que hacía Jencks, tendríamos que proponer algún fin de fiesta para otra demolición simbólica, como la acaecida con una pieza relevante del imaginario arquitectónico de Las Vegas como ha sido la del Tropicana. Con lo cual se pondría en solfa el universo desplegado por Venturi, Izenour y Scott Brown en Aprendiendo de Las Vegas (1968, segunda edición 1977, edición española 1978). La particularidad del texto, más allá del subtítulo El simbolismo olvidado de la forma arquitectónica, es la pretensión de construir una forma alternativa a la ‘forma moderna’. Como especifica la parte II del libro, al hablar de La arquitectura de lo feo y lo ordinario o el Tinglado decorado. Y ello, esa vindicación de lo ‘feo-cotidiano’, frente al ‘valor abstracto de la forma moderna’ exaltada desde la exposición de 1932 en el MoMA sobre el estilo Internacional –comandada por Russel-Hitchcock y Philip Johnson–, compone parte de la argumentación del primer Venturi y del posterior proceso de canonización de Las Vegas, en aras de un nuevo simbolismo realista. Proceso simbólico de Las Vegas al que los alumnos de Yale decidieron llamar como “la gran locomotora cultural proletaria” en un gesto exagerado. Si el planteamiento de Venturi en 1966 en el texto Complejidad y contradicción en arquitectura, ya contenía una enmienda al Movimiento Moderno –lo dice claramente, en el prólogo, redactado en 1968 en Calivgny Island–, ahora con la exaltación genuina del strip y del sprawl de Las Vegas, la batalla del lenguaje moderno estaba inexorablemente perdida entre el Tinglado y el pato decorado.

De todo ello, de ese conglomerado de casinos, aparcamientos, luminosos refulgentes[ii], trampantojos arquitectónicos, escenografías históricas, simulaciones cual ersatz imposibles, decía Miguel Jiménez, días pasados (El País, 10 octubre) a propósito de la mutación experimentada en Las Vegas en el proceso de demolición, lo que sigue. “El amasijo de hormigón y hierros al que quedó reducido este miércoles el casino Tropicana de Las Vegas entierra toda una era de la ciudad del pecado. Con una ceremonia retransmitida en directo como su último espectáculo, la demolición del complejo simboliza el fin del viejo Las Vegas”. Y es ello, el espectáculo de la demolición, en palabras de Guy Debord el asunto central del capitalismo espectacular –“El rasgo fundamental del espectáculo moderno es la puesta en escena de su propia ruina”, 1959–. El hotel casino se convirtió, de tal suerte, en un icono de la cultura popular –ya se sabe, “la gran locomotora cultural proletaria”–. Por allí pasaron Michael Corleone en El padrino, James Bond en Diamantes para la eternidad , Elvis Presley en Viva Las Vegas y las secuencias de Oceans Eleven. “El legado de este icono estará siempre con nosotros”, dijo el último director general del complejo, Arik Knowles”. Retomando el nuevo valor del simbolismo arquitectónico que ya apareciera cuando en la Nochebuena de 1959, el Tropicana estrenó el espectáculo de Folies Bergère, un cabaret de topless importado de París con el que llegaron a Las Vegas las coristas con plumas y falsos brillantes. Y se acabaron hermanando –lo afirma Venturi– Las Vegas con Los Campos Elíseos, de la misma manera que el autor hermana a Roma con Las Vegas en la parte I del trabajo.

Y con todo ello, prosigue Jiménez, con nuevas consideraciones sobre demoliciones y espectáculos. “Una ciudad acostumbrada a renovarse permanentemente ha convertido la demolición de sus viejos hoteles en un espectáculo de masas desde que en 1993 el antiguo magnate de los casinos Steve Wynn decidiera que un falso barco pirata abordase y derribase The Dunes, construido en 1955, en un número para el recuerdo. Tres años más tarde cayó The Hacienda, de 1956, en una gran fiesta de Nochevieja. Se demolieron después el Aladdin (1998), El Rancho (2000), el Dessert Inn (2004) y el Stardust (2007), entre otros. La última gran despedida había sido en 2016, cuando cayó el Hotel y Casino Riviera (de 1955)”. Lo último, “lo de este miércoles, horas después de la demolición, curiosos y turistas contemplaban las ruinas del Tropicana desde las pasarelas cercanas y tomaban algunas fotos de recuerdo. Al otro lado de la avenida Tropicana, el bullicio continuaba indiferente, recorriendo los nuevos casinos del Strip, sus tiendas de lujo y sus construcciones irreales, ese decorado único que reúne en una avenida a la estatua de la Libertad, la torre Eiffel y la plaza San Marcos de Venecia como si tal cosa fuera posible”. “En el momento de su apertura, el 4 de abril de 1957, el Tropicana se convirtió en el hotel más caro de la ciudad, con un coste de 15 millones de dólares de entonces. Por su suntuosidad, se le denominó el Tiffany del Strip, en referencia a la joyería y a la avenida que concentra los grandes hoteles y casinos de la ciudad. Era un momento en que la desértica ciudad de Nevada estaba de capa caída. Varios de los hoteles casino que habían abierto en esos años atravesaban dificultades. La inauguración de Hacienda el año anterior había sido un acontecimiento discreto con poco glamur. El Tropicana deslumbró: “Lujo exuberante, muy buen gusto, calidez, intimidad y eficacia funcional”, lo describía Las Vegas Sun. Por entonces, la ciudad tenía unos 70.000 habitantes, frente a los 2,8 millones del área metropolitana actual. En realidad, lo que se ha derribado este miércoles son las dos torres de las ampliaciones posteriores. La Torre Tiffany, abierta en 1979 y luego rebautizada como Paradise Tower, con 600 habitaciones, y la Island Tower, con 800 habitaciones, abierta en 1986.
Coda 1
Más allá de los aspectos contemporáneos del debate cultural sobre la ruinas, como los tratados ya en estas páginas de Hombre de palo, en 2021 a propósito de los restos romanos de la Vega Baja toledana, donde pude anotar: “Otra cuestión no menor, tiene que ver con la instrumentalización cultural de la Ruina como ideología de la melancolía o del imposible histórico. Ahora que en Estados Unidos –no en Italia o en Grecia, ni siquiera en España– se ha puesto en marcha el movimiento Ruin Porn –movimiento virtual magnificando las ruinas, que crece en internet desde 2014 y que pone en valor el principio Antes de que existiera el Ruin Porn existía el Ruin Value–, herederos en parte del Detroit Demolition Disneyland (DDD) desde 2006. Valor de la Ruina, en Estados Unidos, justamente en un país de reciente historia y en donde los conceptos arqueológicos están acotados a doscientos cincuenta años. Movimientos ambos que beben de las actuaciones de Gordon Matta-Clark y sus perforaciones edilicias que quieren ser performances de la destrucción. Todos ellos – Ruin Porn y DDD– como nuevos Clerisseau o Robert Hubert del siglo XXI. En toda la conceptualización ideológica de la Ruina moderna y su valor cultural, debe de pensarse en un extremo, con el papel desplegado por Albert Speer –arquitecto estrella de Adolf Hitler, una vez desaparecido, Troost– en 1934, cuando proyectando el Zeppelinfeld de Nuremberg, formula su inquietante Teoría del valor de la ruina (Die Ruinenwerttheorie), que obviamente bebía de principios no confesados de Piranesi (1720-1778), de Clerisseau (1721-1820) y de la propuesta de John Soane (1753-1837) para el Banco de Inglaterra de 1792. Así Speer conduce y anticipa la Ruina calculada en el mañana que aguarda: “Mi teoría tenía por objeto resolver este dilema: el empleo de materiales especiales, así como la consideración de ciertas leyes estructurales específicas, debía permitir la construcción de edificios que, cuando llegaran a la decadencia, al cabo de cientos o miles de años (así calculábamos nosotros), pudieran asemejarse un poco a sus modelos romanos”. Una teoría cultural de la ensoñación nazi y del Reich milenario, que acabaría poniéndose en práctica en la magnitud de la destrucción bélica de Varsovia, Rotterdam, Coventry o Dresde. Y en el otro extremo de la conceptualización ideológica de la Ruina moderna, con las posibilidades de realizar tanto recreaciones virtuales del pasado descubierto en una suerte de Parque Temático, así como propuestas de edificios clonados, a la manera de la descripción que hiciera Baudrillard en 2002, al hablar de los objetos singulares”. (Hombre de palo, Arqueología y ruinas, 15 mayo 2021)

Coda 2
Hay toda una secuencia de demoliciones a lo largo de la década de los 70 –en paralelo a la producida en Saint Louis con la obra de Yamasaki, como todo un síntoma destructor de la década– que podrían tener una definición posible de otros finales entrevistos y no enunciados. Baste recordar que –con independencia del interés estilístico– en 1971, tuvo lugar la demolición del edificio historicista del periódico Madrid, en General Pardiñas y Maldonado, que ponía fin a ciertos modelos de periodismo alternativo al franquismo de la mano de Antonio García Trevijano y Rafael Calvo Serer. En 1974, se practica la voladura del mercado de Olavide, como muestra final de la supervivencia de cierto racionalismo de Javier Ferrero; cuyas imágenes serían portada de la revista CAU, numero 33, dedicada en 1975 a Arquitecturas en peligro, que se acompañaba de un Manifiesto en defensa de esas arquitecturas y en evitación de nuevas demoliciones. No contentos con todo ello, en 1977 se produciría la ilegal demolición de la gasolinera Porto Pi de Casto Fernández Shaw, levantada en 1927. Aunque terminadas en 1972, las obras de la Robin Hood Garden de Allison y Peter Smithson, fueron finalmente demolidas en 2017, y mostradas –en un gesto vano y melancólico– en la Bienal de Venecia de 2018, como un pecio de los restos de los Foros Imperiales.



Coda 3
Finalmente, conviene anotar los precedentes de la década de los 30, con la pieza de Albert Speer, Die ruinenwerttheorie (1936) llamada a ser la fundamentación teórica de las destrucciones bélicas venideras, como de las pretensiones de levantar un nuevo orden físico y simbólico, anclado en la ruina, el cascote, el ripio, la escoria y el sedimento.
Y por ello toda movilización social consecuente, como el movimiento “de las masas [que] tenía como fin propio su propia petrificación sublime”. Una petrificación sublime a la manera bíblica de la familia de Lot, que anticipa la corrosión de los cuerpos y de la materia misma; una petrificación reiterada que avala las pretensiones por construir un Estilo Nuevo desde la temporalidad mortuoria y tanatológica de la ‘Teoría sobre el valor de la ruina’. Normalización mecánica y utopías técnicas que se visualizan, entre otros casos, “con la propuesta de crear un motor único y fácilmente intercambiable, que sirviera para todos los vehículos que se desplazan por tierra y por el aire”, como recoge Henri Michaud. Y normalización social de hombres y mujeres uniformados en movimientos corales de multitudes fervientes.

De igual forma que en los años siguientes y ocupando ya Speer el cargo de GBI, Inspector General de las Obras de reorganización de la capital del Reich, comenzó la planificación del gran eje Este-Oeste a lo largo de la Avenida del 17 de Junio, que harían de Berlín la capital petrificada y gélida de la nueva Germania. Capital, ya no Grosstadt, sino decorado monumental y mortuorio de la tragedia que se sustentaba en los pensamientos necrofílicos de Speer, trabados en el texto anticipatorio ‘Teoría sobre el valor de la ruina’; y donde se podía leer, que “construir un edificio es, sobre todo, prever la forma en que será destruido, a fin de obtener ruinas que milenios después inspirarán pensamientos heroicos”. Un nacimiento de la ‘Teoría sobre el valor de la ruina’, que Michaud expone como un relato de conversión paolina en Speer; cayendo nuevamente del caballo, como lo hiciera ya en 1931 en el parque berlinés de Hasenheide, fascinado por el torrente de voz de Hitler. “Albert Speer hizo volar un día unos hangares de hormigón armado en el lugar donde debía construirse la gran tribuna de Nuremberg. Al ver ese revoltijo metálico que colgaba en todos los sentidos y empezaba a oxidarse, se le ocurrió la famosa ‘Teoría sobre el valor de la ruina’ “. Luego Speer en su texto ‘En el corazón del Tercer Reich’ precisa y detalla su descubrimiento fortuito. “Unos edificios construidos según las técnicas modernas no eran lo más apropiado para tender hacia las generaciones futuras ese puente de la tradición que exigía Hitler…Utilizando determinados materiales o respetando determinada reglas de la física estática, podrían construirse edificios que, después de cientos o, como nos gustaba creer, miles de años, se parecerían un poco a los modelos romanos”. Incluso, y en palabras del propio Speer: “Entusiasmado por la lógica luminosa de ese esbozo, Hitler ordenó que en el futuro los edificios más importantes del Reich se construyeran según la ‘ley de las ruinas’” como nueva Ley Universal Edilicia. De tal suerte que tal determinación sobre la petrificación sublime fuera el vínculo de futuras generaciones para con el Reich milenario; por lo que éste elaboró su teoría específica, en la que “El empleo de materiales especiales deberían permitir la construcción de obras que, en estado de decadencia, se asemejaran poco más o menos a los modelos de la época romana”. En una extraña mixtura del romanticismo germano, de la “magia arquitectónica” ilusoria y de la solemnidad mortuoria. Y en una extraña mixtura de las ideas tessenowianas del gozo y del dolor, que subyacen en el deseo del progreso.
José Rivero Serrano, arquitecto
[i] Nótese que la expresión A house is not home (Un hogar no es una casa), procede de la novela de 1952, de Dolly Adler, llevada al cine en 1964 por Roussell Rouse. Más tarde Reyner Banham en su trabajo de 1965 en, Arts in American, procede en sentido inverso: A home not is a house (Una casa no es un hogar).
[ii] En la parte I del libro, el apartado tercero va dedicado a los anuncios y el decimosexto a la iluminación de Las Vegas.