Urbanismo y catástrofe. DANA: planta, sección, alzado [José Rivero Serrano]

Paraísos perdidos, territorio ignorado, sin habitantes… ataúdes de barro. Ilustraciones originales de Fernando Silva.

La afirmación de Plinio el Viejo. “Son las aguas las que hacen  la ciudad”, debería de actualizarse, vistos los efectos de la DANA del 29 de octubre sobre al área comarcal de Valencia, por esta otra más conflictiva: “Son las aguas las que deshacen las ciudades”. Mostrando con ello, la doble realidad de ese elemento –apenas material sólido y sólo fluido impetuoso– que, presentado en forma de DANA, ya ha merecido ser distinguida por la  Fundeu y por los lectores de El País como palabra del año.

No sólo Palabra del año, también ese esquema tripartito sobre el territorio y sobre la ciudad, conocido como forma de representación y de conocimiento: Planta, Sección, Alzado. También la posibilidad exploratoria del Urbanismo y la  catástrofe, como consecuencia de fenómenos imprevistos y de realidades mal planificadas. Y todo ello, puede recorrerse desde la lectura de esas imágenes de la Huerta Sur valenciana anegada y destruida. Lectura en planta, en sección y en alzado. Lectura, en fin, para obtener un argumento final, si ello fuera posible.

Ilustración de Fernando Silva

Hace justo tres años –el 29 de octubre de 2021– escribía en el digital de Toledo Hombre de palo, la pieza Urbanismo volcánico. Dando cuenta de la catástrofe eruptiva y de sus consecuencias territoriales –que aún no han cicatrizado del todo, como puede leerse en el suplemento de El País, Negocios, del 8 de diciembre: “La Palma recupera poco a poco el pulso”, en un contexto reflexivo sobre las diversas reconstrucciones– de la isla de La Palma, erupción volcánica de Cumbre Vieja mediante. Donde retomaba la anotación de Elsa Fernández Santos, en su artículo de ICON, La lava del turismo. Que dejaba ver que “Nuestro pasado de desvergonzada y destructiva (anti) planificación turística es una de las señas de identidad de un mapa cuya belleza ha sido explotada hasta convertir el paisaje en un enjambre de paraísos perdidos que no tuvieron la protección que merecían…Canarias es un doloroso ejemplo de la barbarie urbanística que hemos heredado”. 

Ilustración de Fernando Silva

Anti-planificación turística y también anti-planificación territorial, urbanística e hidrológica, como observamos ahora, tras el 29 de  octubre, con barrancas desbordadas de forma exponencial y con inundaciones que escapan a la lógica hidráulica de crecidas laminares progresivas y actúan en tromba instantánea y en cascada disparada que algunos han denominado como Tsunami de agua dulce. Como si el proceso abierto entre 1956 y 1963 –Ley de Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, primero, y, luego, Ley de Centros y Zonas de interés turístico, hubieran liberalizado el suelo de todo el litoral español a efectos edificatorios. Liberación del suelo que se colmata con la Ley del Suelo de Aznar de 1998, como antesala del todo el proceso disparado hasta 2008 con el final del ciclo expansivo inmobiliario. Pero no sólo el suelo litoral, también los suelos interiores transformados sus usos agrarios en otros más productivos y rentables –todo ello visible en las imágenes en planta de satélites y otras técnicas de captura visual– , como relata, a propósito del País Valenciano, Rafael Chirbes en su novela Crematorio (2007) y también En la orilla (2013). Transformaciones de uso, abandono de suelos agrícolas y las secuelas de poblaciones del interior despobladas. Donde se precisa no sólo la transformación intensiva del litoral en aras de ese continuo resort turístico que marca la serpentina multicolor de la costa coloreada y terciarizada; la colmatación urbana de las zonas intermedias del perfil topográfico y geográfico –a la postre las zonas más dañadas por las riadas catastróficas, fruto de los procesos de acumulación edificatoria en el entorno del perfil litoral y de los flujos urbanos mayoritarios– y el abandono de las zonas superiores topográficamente, y ya sometidas al imparable flujo de la despoblación, que viaje en sentido inverso a los periódicos caudales desatados aguas abajo con las lluvias del otoño. Sin que esos movimientos urbanos y territoriales hayan tenido la contrapartida de las obras hidráulicas de contención  y control, como reflejaba El País el 27 de noviembre, Las obras que abrían aliviado la riada, referidas a los barrancos del Poyo y de Pozalet. Y que obviamente, no llegaron a ejecutarse. Baste ver el mapa de los destrozos de la Dana (El País, 10 noviembre) o la Rambla del Poyo, antes y después del día 29, para comprender los efectos del cambio de uso de suelos. Igualmente, que los datos finales de edificaciones incontroladas dan cuenta del daño: 1 millón de edificios situados en zonas inundables, con una población de 500.000 habitantes y el 22% de municipios afectados por contar con áreas en zonas inundables. Todo ello a pesar de la Evaluación y gestión  de riesgos de inundación (RD 903/2010) y de todos los mapas de riesgo potencial significativo de inundación (ARPSIS), elaborados por la Confederación Hidrográfica del Júcar.

Ilustración de Fernando Silva

De igual forma que el análisis de las plantas globales del territorio afectado nos llevaría a nuevas interpretaciones conceptuales. Al permitirnos entender todo la marabunta indiscriminada de los suelos inundables, fruto de la incorporación lucrativa –como meta final de las transformaciones territoriales–  de suelos agrarios y ganaderos al proceso de urbanización, industrialización y terciarización del espacio. Proceso que arrastraba –entre otras consecuencias– la correspondiente impermeabilización de los suelos y la desaparición de toda la vegetación de ribera y la alteración de todo el biotopo fluvial y litoral. Véase el efecto de la devastación consecuente tras la riada, del Parque Natural de la Albufera (El País, 21 de noviembre) y la proliferación del cañaveral invasivo de hondas consecuencias (El País, 29 noviembre) en la fauna y flora y en el daño de infraestructuras, al actuar el arrastre del cañaveral, como embalse –por obturación de ojos de puente, canales y alcantarillas– y provocar el posterior colapso de infraestructuras.

Circunstancias territoriales comprometidas como reflejaría toda la ordenación urbana de las zonas medias –entre las cotas altas de sierras interiores y la zona de borde litoral– y ello, tanto en el esquema en sección –tan parecido, en el fondo, con la provincia de Valencia y Alicante– de Patrick Geddes (1909) en su Valley Section y los distintos usos del suelo según su perfil; como en el realizado –actualizando el precedente ce Geddes– por los Smithson para el CIAM de 1954, y su hondonada poblada que retoma el esquema horizontal de Abercrombie. Fiando ambos –Geddes y los Smithson– las densidades poblacionales y edificadas mayores en el fondo del valle, con lo que ello comporta de riesgo ante los fenómenos naturales, como de hecho acaba aconteciendo.

Ilustración de Fernando Silva

Por su  parte, la mejor visión de los alzados –como otra forma de representación de la catástrofe, casi como una escenografía–, nos la proporcionan las imágenes saturadas de las pilas de coches arrastrados y embarrados. Disposiciones que asemejan y replican incluso, las instalaciones del artista Wolf Vostell en Malpartida de Cáceres. Y que han merecido un reciente reflexión de Azahara Palomeque (Tu coche, mi coche, nuestra catástrofe, El País, 127 diciembre 2024), sobre los desechos industriales y sobre la crítica a modelos de transporte individual. “Epítome del avance social transformado en ataúd, frontera entre zonas urbanas y tiempo”. Todo ello, en clara relación con las posiciones sustentadas, anteriormente, por Lewis Mumford en La carretera y la ciudad (1966) y por Ivan llich en  Energía y equidad (1974). En donde Mumford mantiene que “El modo de vida norteamericano corriente, está fundado no solo en el transporte motorizado, sino en la religión del automóvil”. Religión de la que  ahora advertimos las enorme aras sacrificiales, desplegadas por el volumen de chatarra simbólica.  Que posibilita que frente a las 77.000 viviendas dañadas (3 de cada 10 en zonas inundables) en diferente medida, lo hayan hecho 190.000 automóviles. Como si las ciudades del área de Valencia estuvieran constituidas más por vehículos que por viviendas, que han convertido las áreas perimetrales en verdaderos cementerios de vehículos y en enormes campas de achatarramiento. A pesar de que en Chiva (segundo municipio en extensión de Valencia) el 50% de la población afectada vive en diseminados, reflejando el carácter complejo del territorio y de la modalidad intensiva en el consumo de suelo. No solo en la relación con las imágenes de Vostell y de los cementerios provisionales de Catarroja o de Paiporta, también los relatos críticos citados de Mumford e illich.

Y esas son algunas de las razones del desastre de 2024, no sólo los fenómenos ligados al Cambio Climático, también los ligados a los cambios de uso del suelo y a los cambios en la movilidad del territorio. El proceso de antropización –ocupación progresiva del suelo por el hombre en diversas variaciones e intensidades: infraestructuras, playas de aparcamiento, polígonos industriales y complejos residenciales– acaba generando la impermeabilización de los suelos previos: agrarios, forestales, rústicos, en suma, que pasan a contar con otras características de absorción y de permeabilidad. Impermeabilización de los suelos que comporta el cambio de uso que impiden, entre otras cosas, la absorción de las aguas y que unido a las escorrentías garantizadas por el declive topográfico del interior a la costa, concluye con impacto hidráulico en las cotas medias y bajas, y en los tramos de escorrentías no canalizadas ni adecuadamente dimensionadas.

Ilustración de Fernando Silva

Hoy tres años después del llamado Urbanismo volcánico, y con el despliegue catastrófico de la DANA del 29 de octubre de 2024, sobre Valencia, Cuenca y Málaga, podríamos formularnos la pregunta correspondiente de las relaciones sobrevenidas –y no resueltas con justeza y propiedad– entre la planificación territorial y urbanística y las periódicas catástrofes hidráulicas. Sobrevenidas éstas, no sólo por el paradigma citado antes, del cambio climático, y por la descoordinación administrativa en los avisos meteorológicos y la lenta intervención en la política de aguas. Sino por la aplicación de modelos territoriales y urbanísticos que se asientan en el territorio ignorando las realidades físicas, hidrológicas, geológicas y topográficas, y que producen severas consecuencias a lo largo del tiempo. De ello dan cuenta tanto las infraestructuras lineales – auténticas trincheras de ferrocarril y taludes de autovías y carreteras– actuantes como barreras reales ante crecidas e inundaciones, como las edificaciones situadas en zonas inundables – que alcanzan el millón de unidades en toda España–.

Entre el modelo de crecimiento diseminado  y la ocupación sistemática del dominio público hidráulico, desaparecen las llanuras de inundación y las posibilidades de regulación de las crecidas. Entre otras razones, como las esgrimidas por el decano de los arquitectos de Valencia Salvador Lara. “Esas ciudades que se han anegado ahora están construidas sobre agua ganada”. Agua que acabará retornando a su lugar de origen, Que es tanto como decir. Se apropiará del suelo en zonas inundables y propensas a las acometidas cuando falta la regulación de presas y embalses. Y es que cuando falta la planificación se precipitan los problemas. Y ello, a pesar de que ocurrió que “Una riada que solo debía ocurrir cada 1.000 años” (El País, 12 noviembre), sistematizó “Una devastación siete veces superior a lo vivido anteriormente” (El País, 16 noviembre). Porque no todo –como dice, con sagacidad, Vicente Molina Foix– es “Ver llover en Valencia”.

Vista aérea del litoral valenciano antes y después de la DANA (imagen: La Sexta)

José Rivero Serrano, arquitecto


Paraísos perdidos, territorio ignorado, sin habitantes… ataúdes de barro. Seis ilustraciones originales de Fernando Silva para este artículo.

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