Segunda parte
En Madrid aprendió a leer y escribir someramente, lo cual le llevaría a considerarse de por vida “semianalfabeto”. Un complejo que le obligó a preferir la palabra a la escritura. Era, por lo demás, un narrador a la antigua usanza, un juglar medieval que contaba narraciones de ciegos en plazas medievales. Dominaba las historias que contaba, modulaba las palabras, controlaba las tonalidades y las inflexiones de la voz para crear un ambiente favorable. Se convertía así, por el atractivo de su narrativa, en el punto de atención de cualquier conversación. Encantaba y seducía con la gestualidad y mímica que acompañaban a sus expresiones poéticas. Consolidó su compromiso social y comenzó a ensayar los primeros esbozos de escultura que componía con la masa de la panadería en la que trabajaba. En paralelo buscó acercarse al mundo intelectual del Madrid en gozosa ebullición por aquellos años.
Sin limitaciones en su capacidad de soñar se acercó a las tertulias que abundaban en Madrid. Conoció a Barradas, a Benjamín Palencia y cuantos intelectuales y creadores pululaban por la ciudad. Les atraía con sus conversaciones, con sus invenciones contadas como realidades nuevas, con sus dibujos de una imaginación electrizante. Era un creyente apasionado de las transformaciones que el arte podía conseguir en las sociedades y en las vidas de los hombres. Entendía que el artista debía traducir a lenguaje humano las infinitas manifestaciones de la Naturaleza. Así, entre militancia política activa, imaginación desbordada y discursos poéticos se le abrió el camino para participar en la primera exposición de artistas ibéricos del año 1925, celebrada en Madrid. El nombre del Alberto apareció junto a Victorio Macho, Ferrant, Bores, Dalí, Sainz de Tejada, Palencia, Adsuara, Dueñas, etc. El triunfo de un hombre del pueblo en un mundo de burgueses y señoritos pudientes.
Tras la exposición de los Artistas Ibéricos, en la que se descubría que existía arte español más allá del se fraguaba en París, Alberto Sánchez tomó la segunda decisión transcendental. Continuó participando en exposiciones sucesivas en Madrid con dibujos y esculturas llamativas, pero también se tuvo que enfrentar a la incomprensión de una sociedad burguesa, aferrada a los tradicionales cánones de la pintura y la escultura. Eso le llevó a lidiar con el fracaso y la incomprensión de una parte de la crítica de arte. Dividió a los profesionales entre fanáticos de su obra y los que se oponían con el mismo furor que sus defensores.
Pablo Neruda cuenta una de las reacciones de Alberto ante la incomprensión de su obra: “Pero lo vi palidecer y también lo vi llorar cuando la burguesía de Madrid escarneció su obra y llegó hasta escupir en sus esculturas… Aquella vez me levanté de mi lecho enfermo y corrimos a la sala desierta de la exposición. Solos los dos, la desmontamos muchos días antes de que debiera terminarse. De allí nos fuimos a una taberna a beber áspero vino de Valdepeñas.” La más explícita manifestación de la soledad y la frustración. Áspero vino de Valdepeñas.
Tras la exposición de los Artistas Ibéricos, varios de quienes expusieron se marcharon a Paris. Paris, antes de la segunda guerra mundial, y antes que de que el protagonismo se lo arrebatara Nueva York, era el centro universal del arte. Se movían los pintores, se movían los escultores y sobre todo se movía el mercado del arte. Una nueva forma masiva de entender el arte, que había comenzado a principios de siglo, empezaba a concretarse en torno a la compra y venta de obras. Se desarrollaba el mercado del arte o el arte como objeto del mercado. Gertrude Stein atraía a su casa a los creadores famélicos para comer algo caliente, hablar de arte o a vender sus obras para pagar el alquiler del taller o de la buhardilla. Allí se concentraba el dinero y se fraguaba la fama.
Peggy Guggenheim, inmensamente rica, tras la muerte de su padre en el naufragio del Titanic, se trasladó a Paris a vivir en medio de la bohemia, donde aprendió a apreciar el arte contemporáneo y los cuerpos de los artistas. En medio del avance nazi sobre Francia se trasladó desde Londres a Paris y empezó a comprar obras de aquellos jóvenes que había conocido. Su lema era “compra una obra cada día”. Obras que, no tardando mucho trasladaría a Nueva York. Por otro lado estaban los marchantes Vollard, los hermanos Leonce y Pau Rosemberg o las familias adineradas, comprando obras que años después venderían a bajo precio o serían expoliadas por los nazis. Se vivía en un universo confuso, libre y multidireccional que proporcionaba dinero y más tarde aportaría proyección internacional. Con el traslado de Peggy a Nueva York confluirían el arte Europeo del último siglo y la denominada Escuela de Nueva York. Buscaban desesperadamente unas nuevas forma de expresión artística que engarzara, superándole, con el arte europeo. En Nueva York esperaban Pollock, Cliford Still, Rothko, Motherwell, Willen de Kooning, Lee Krasner.
Alberto Sánchez recibió la sugerencia de trasladarse a Paris, pero decidió que no, mejor permanecer en España. “Palencia y yo quedamos en Madrid con el deliberado propósito de poner en pie en nuevo arte nacional que compitiera con el de París.” Querían crear un arte autóctono, al margen de las corrientes artísticas que desde París lo inundaba todo. Lo mercantilizaba todo. Fue así como nacería la denominada Escuela de Vallecas, una forma de ver la naturaleza en su complejidad visual y escénica y convertirla en pieza bella. No era un lugar físico, era un estado anímico, un acercamiento a la naturaleza para captar sus infinitas geometrías y sus caprichos creativos. El arte, así entendido, transformaría al pueblo. “Y ya no tuve, dice en otro momento, inconveniente alguno en ir a buscar estas formas al campo, formas que encontraba muchísimas veces dibujadas por el hombre cuando labraba la tierra.” Una visión natural o, si prefieren otra versión, comprometida con la sociedad española del momento inmersa en una crisis que finalizaría con un golpe de Estado y una guerra civil. En esa decisión de obviar a cuanto se hacía en Paris se había jugado el futuro.
A la vuelta de la Exposición Universal de Paris marchó, junto con el Gobierno de la Republica, a Valencia y más tarde a Barcelona. Desde allí saldría para Rusia como profesor de los niños que se habían desplazado antes. Le encomendaban una misión trascendental para él: que aquellos niños, arrancados de sus familias y entornos para evitarles los horrores de la guerra, no se olvidaran de España a la que un día deberían volver con los altos valores de la revolución proletaria. Renunciaba a España, de donde no había querido moverse en otros momentos, y a la que ya nunca volvería.
Su destino y el de su obra se habían jugado en pocos años y entraba en una fase imprevisible. Rusia quedaría apartada de las corrientes más novedosas del arte mundial al exiliarse muchos de los creadores que habían contribuido a la revolución proletaria. Alberto Sánchez permaneció varado en una tierra ajena, donde su comprensión de la pintura y la escultura no encajaba con el realismo socialista, impuesto tras los primeros pasos de la revolución.
Según cuenta Jorge Lacasa, al poco tiempo de llegar a Moscú, fue contactado para ver cómo podía colaborar en el embellecimiento del gigantesco “Palacio de los Soviets”, en construcción. Alberto renunció a participar en tan ingente obra. Desconocemos si porque sabía que su obra no coincidiría con los principios artísticos imperantes en la URSS o porque ya sabía el destino de muchos artistas activos colaboradores de la revolución. En el año 1937 y siguientes en los que se iniciaba la gran renovación urbanística de Moscú, la paranoia de un nuevo mundo y un nuevo hombre se llevó por delante a artistas, poetas, escritores, músicos, filósofos, etc. Y los que se lograban librar de la cárcel o el gulag vivían con el miedo de que algún momento les pudiera tocar a ellos. Nadie estaba libre de sospecha. A partir de aquí se dedicaría a las clases para las que había sido contratado y a la realización de escenografías para obras de arte español que se producían en Rusia.
Nadie duda de que si hubiera tomado otras decisiones, Paris, Nueva York, Londres, su obra hubiera sido más abundante e influyente. La cuestión es por qué tomó la decisión de permanecer en Rusia. En los últimos años de su vida y con los cambios de, primero, Jruschov, y después Gorbachov, en la Unión Soviética, se dedicó furiosamente a la escultura. Esculpió más en los últimos años que en todos los anteriores. ¿Descubrió sus errores al mismo tiempo que se desmoronaba la gran promesa del proletariado? ¿Hizo balance de su vida como creador y comprendió que se había equivocado? Su vida era austera, no le interesaba el dinero, pero no parece probable que no quisiera influir en las maneras de entender el arte que él dejó expresado en sus obras. Asistimos a un momento en la vida de un hombre que pudo hacer mucho más de lo que hizo, pero alguno o varios mecanismos de su personalidad, se lo impidieron.
Un diario de Chile, al dar cuenta del fallecimiento de Alberto Sánchez, cuenta que en Moscú “hacía una vida silenciosa y modesta”. ¿No es lo más parecido a la soledad? Y la soledad, para un hombre expansivo y optimista como él, ¿no es una manifestación de una tragedia interior que se nos ha ocultado? El diario citado da cuenta del febril trabajo de los últimos cuatro años y su intención de hacer una exposición de la obra reciente. El furor creativo de los años finales y la necesidad de volver a una sala de exposiciones nos dan la clave de las anotaciones de este artículo. Sobre el frenesí final de trabajo se fundamenta la sospecha de sentirse trágicamente lúcido cuando se aproxima al abismo último. Es una confesión. ¿Se había equivocado, pero ya faltaba tiempo? ¿Lo había despilfarrado en proyectos fracasados?
Con su muerte desaparecía su torrente creador, que tal vez deambule (seamos optimistas), por los paisajes de Toledo – unos paisajes en proceso de desaparición – a la espera de que alguien atrape sus ideas y las texturas únicas de sus obras.