De Rulfo a Rulfo [Jesús Fuentes Lázaro]

Juan Rulfo en Ciudad de México. Fotografía: Ricardo Salazar

Existió un Rulfo fotógrafo y otro narrador de relatos. No muy largos, pero esenciales en la Literatura universal. El más extenso se titula “Pedro Páramo”. Y quién lo haya leído o lo lea sabrá que nada  se puede escribir después de esa historia pequeña ocurrida en un lugar en el “que todo parecía estar como en espera de algo”. Rulfo, como muchos de los autores mejicanos, escribe sobre los tiempos de la Revolución. Solo que esa  Revolución la trata  no como una sucesión de acontecimientos históricos, sino que la transforma en un espacio mítico y mitológico. En la narración no cuenta el tiempo, ni el espacio, ni la vida ni la muerte. Todas las dimensiones se superponen para retratar historias de un pueblo donde conviven los vivos y los muertos con la naturalidad del orden cósmico. El otro gran libro lo forman una agrupación de narraciones tituladas “El llano en llamas”.  

Se discute en algún momento sí fue mejor fotógrafo que escritor, aunque la dicotomía se haya superado por los estudiosos  con una expresión de síntesis: las fotografías de Rulfo son  textos confeccionados con la mirada. Del Rulfo fotógrafo, Susan Sontag dijo que era el mejor fotógrafo de Latinoamérica. Como escritor se le considera un autor excepcional, pese a la brevedad de la obra. Carlos Fuentes escribió: “obra perfecta que se contempla a sí misma como un negro árbol desnudo del cual penden, sin embargo, dos frutos brillantes. El primero es la esfera dorada de una culminación, la de todas las corrientes de la narrativa Latinoamericana….y el otro fruto es un prisma de plata en el que se reflejan, mutantes, las formas de la tradición y de la creación inseparables, los espejos del mundo circundante y la apertura de las obras del tiempo pasado a la imaginación del tiempo por venir”.

Juan Rulfo nació en el año de 1917. El día 16 de mayo, para mayor concreción. En Sayula, un pueblo de Jalisco, territorio ancestralmente violento, situado al noroeste de Méjico. Pronto  quedó huérfano y se trasladó a vivir con su abuela a San Gabriel. Tal vez está orfandad se recoja  en las primeras líneas de Pedro Páramo, cuando la madre que se está muriendo, le dice al protagonista que busque a su padre, “un rencor vivo” como le definirá otro hijo anónimo. Aunque le advierte “No vayas a pedirle nada. Exige lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio…. El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Más tarde llegó al orfanato Luis Silva en Guadalajara. Y en 1933, con apenas 20 años, se trasladará a México. Allí trabajará, entre otros sitios, en la empresa de llantas Goodrich- Euzkadi en tiempos en los que se empieza a popularizar el automóvil y a construir carreteras de asfalto. Su primera dedicación fue la fotografía. Será en 1947 cuando publique su primera narración. Las fotografías son más numerosas que la obra escrita. Aunque ambas sean idénticas. En ellas se encuentran las mismas soledades. Parajes inmensos, personas solas, empequeñecidas por el abismo de los paisajes. Diálogos entre los muertos y los vivos, sin que sea posible distinguir el delgado matiz que separa o une la muerte y la vida. Al mismo tiempo que fotógrafo y escritor fue padre de cuatro hijos a los que tuvo que sacar  adelante. Cuando un periodista le preguntó por lo reducido de su producción contestó “Lo que pasa es que yo trabajo”.

La recepción de su obra escrita no concitó la unanimidad que se le atribuye ahora. Mientras que Juan José Arreola le aseguraba que la obra era buena y que debía publicarla, otros no lo consideraron igual. Un poeta de Guatemala, afincado en México, le aconsejó primero leer novelas antes de sentarse a escribir. No tardó en conseguir la  unanimidad. “Pedro Paramo” y “El llano en llamas” pervivirían como obras maestras de la narración más allá de iniciar el realismo mágico que, posteriormente, otros convertirían en el “boom” de la novela de lengua castellana.

Las narraciones de Rulfo alteran el orden de las cosas, como ocurrió hace cien años en otros ámbitos. Trastocan las fronteras entre los seres animados e inanimados. No existen diferencias. Todos viven y están muertos, todos hablan, todos se mueven, todos sienten. Cuentan sus desgracias infinitas, sus penas, sus ahogos. Todos están muertos y vivos. Las personas entran y salen de las narraciones  como entes fantasmales, maquinas descoyuntadas por el enorme e inmaterial vacío en el que habitan. Zombis, diríamos, en el lenguaje un tanto frívolo, del cine o la televisión. Estos seres, animados o inanimados, se mueven en Comala, un lugar inventado, que bien pudiera ser real, “que está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno, regresan  por su cobija”. Comala es un lugar irreal, “un pueblo que se ve tan solo como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie”. Así es. Aquí no vive nadie”, contesta un interlocutor.

Juan Villoro, otro escritor mejicano, ha escrito recientemente: “Por supuesto es el gran escritor, la gran voz, pero, por serlo, nos permite abordarlo menos desde el altar y más como un escritor con el que seguir dialogando”. Juan Preciado, el hijo que prometió a su madre en el momento de morir, buscar al padre, Pedro Páramo, al que encuentra una vez muerto, en este año de 2017 nos sigue llamando a leer uno de esos libros que cambió toda la literatura en castellano y seguramente en el mundo. Se diría que 1917 fue un año de  transformaciones cataclismáticas.

Bueno, o eso es lo que percibimos cien años después.

Jesús Fuentes Lázaro

Fotografías, salvo la de portada, de Juan Rulfo: Fundación Juan Rulfo 

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