Bahamontes en el pódium [José Ramón G. Cal]

El pueblo de los caldeos en Mesopotamia, hace tres mil años, tenía por costumbre idolatrar a sus hombres más virtuosos. Los griegos y, más tarde los romanos, siguiendo esta tradición, lo llamarón apotheōsis: una ceremonia en la que se ensalzaba con honores y alabanzas, colocando entre los dioses a aquel mortal que había contribuido de manera destacada al bien de la comunidad y era digno de admiración perpetua. En el teatro y ópera la apoteosis es la exaltación final, el momento culminante. En el cuadro “La apoteosis de Homero” de Ingres, se representa como la aristocracia de sabios ilustrados ensalza en el podio del Partenón al autor de la Ilíada y la Odisea, mientras un ángel le corona con el laurel de la victoria. Reconocer las virtudes de aquellos que destacan por sus hechos en vida es propio de las sociedades civilizadas.

Todas las ciudades tienen sus ídolos y leyendas, Bahamontes lo es de Toledo. Para unos, representa el pundonor de la pasional furia española; para otros la virtud del esfuerzo frente a la necesidad. Salió del estraperlo, de las murallas y cuestas de una ciudad hundida y agónica, para arrancar del hambre más pedaladas que ninguno y, en solitario coronar el primero el Puy de Dôme, el Col du Tourmalet y el Galibier. Reconocido como el mejor escalador de todos los tiempos, el más laureado rey de la montaña. Su afán fue subir, ascender y llegar el primero allí donde habitan los dioses, el águila despega su vuelo y se toca la gloria.

El tótem de Bahamontes en Le Tour des Géants en Pau, Francia.

También se alzaba Fede en su escultura, con la misma humildad que partió la primera vez, de nuevo serpenteando sobre la frágil y pesada bici, ahora de bronce, venciendo a la gravedad, esa fuerza que nos ata a los mortales a la Tierra. Y volaba a nivel de suelo, sin querer ser encumbrado, allí donde todos somos iguales, como uno más. Quizá por eso despertó nuestro campeón los celos de la caterva de bellacos escondidos tras el anonimato de la manada. Más zafios y tramposos que cuando Anquetil en el 63 le birló su segundo Tour en Val d’Isere-Chamonix, se empeñaron en hacerlo caer una y otra vez, empujándolo y burlándose del sacrificio de su último demarraje, sus últimas pedaladas en el vaivén desequilibrado contrapendiente. Cuando el hombre pierde la verticalidad, pierde su dignidad. Cuando cae la figura de aquel que además representa a todos sus vecinos, con él va la ciudad al suelo.  La imagen de Bahamontes abatido de rodillas es un ultraje a su memoria que merece un desagravio. Su figura despedazada y retirada, borrada de la ciudad, corre riesgo de transformar el homenaje en condena inmerecida, en damnatio memoriae, en olvido.

Sobre la proa de una nave vuela elevada la Victoria Alada de Samotracia, y  Miguel Ángel glorificó en alto a Marco Aurelio a caballo en la plaza del Campidoglio. Superado el tiempo terrenal del mito, es tiempo de que el senado local recuerde, admire y eleve a Bahamontes seguro a la altura que se merece, allí donde los infames no puedan nunca alcanzar, en el mismo podio al que él tantas veces subió a laurearse en vida. Que su memoria permanezca imborrable, ¡subámoslo a un pedestal!

José Ramón G. Cal

Caricatura de Bahamontes en el tótem de Pau.

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