Una hoja es un árbol. Sí, ¿se ha fijado usted en una hoja? Observe y vea con detenimiento, asombra: ¡es un árbol! En su envés se hace aún más visible, la axila se ancla a la rama como el árbol a la tierra, el peciolo es el tronco, el limbo el follaje, los nervios son las ramas. Es más, la forma de la hoja evoca la forma del árbol. La hoja palmeada de la higuera es una higuera, el almez es ovalado como su hoja, también el achacoso e inculpado olmo es alargado y asimétrico… Un árbol es una hoja, una hoja es un árbol. También en los átomos los protones y electrones giran insistentes, sin parar, alrededor del núcleo, como la Tierra, Marte y otros planetas alrededor del Sol. El choque de un átomo y un neutrón destruyó Hiroshima. Al orden natural que sostiene el Universo, pareciera que le diera igual que las cosas fueran grandes o pequeñas, el tamaño no importa. La física pone el conocimiento racional y nos enseña que a lo grande y pequeño son aplicables principios semejantes, sin distinción.
Sí, fíjese, un complejo microchip es igual que una ciudad, con sus edificios y calles de circuitos integrados. Basta un fallo en una de sus conexiones para que deje de funcionar. También las “virtuosas” obras humanas parecen contaminadas de ese orden racional natural, signo del buen hacer.
La ciudad es la civilización. Nace cuando el hombre es consciente de la sabiduría de organizarse colectivamente. La ciudad es una construcción de la inteligencia humana. La ciudad es como una casa grande; la plaza es a la ciudad como el patio a la casa. En la casa hay un salón y dormitorios. También en la ciudad están el monumento y el caserío. Una buena casa es una ciudad pequeña. Si cuido la ciudad tendré una gran casa. Lo pequeño revela lo mayúsculo, lo pequeño es hermoso. Las partes hacen visible el todo. Esto ya lo descifraron los clásicos. Todas las casas tienen puertas y ventanas, y todas las casas son diferentes. Hay casas buenas y peores, incluso muchas ni siquiera son casa. EL todo no es una simple suma de sus partes. Es más, Aristóteles afirma que el todo es mayor que la suma de sus partes. ¿Qué le pasaría a un coche si le faltara el volante? ¿Se subiría usted en un avión sin piloto?
El ingenioso apaño de mini zanja abierta en canal sobre el tablero enlosado del Puente de Alcántara, pertenece también a este ideario de dependencia en el orden natural entre lo grande y lo pequeño, entre el gran monumento y, en este caso, la desarmonía del pequeño chafallón a la osada búsqueda pseudo-moderna de cómo rejuvenecer con un tinte kitsch color-led el adusto puente romano. Menos mal que el aplicado operario no recibió la prescripción de tomarla con la clave del arco. La clave es la piedra que sostiene todo el artilugio del puente. El arco inventado por el ingenio anónimo del hombre consigue gracias a la geometría que la pesada piedra se sostenga a sí misma, levite como en un acto de prestidigitación, permitiéndonos pasar de un lado al otro del río, sin mojarnos -sin ahogarnos-, haciéndonos la vida más fácil. Todo gracias a esa pequeña piedra, la clave, que sostiene el invento, tan pequeña y vulnerable que bastaría cualquier insensato para derribar el gran arco. Sin embargo, para volver alzarlo -como la primera vez- se requeriría: estudio, observación, cálculo, principios y reglas. Se necesitaría el bien más preciado y hoy menos respetado: talento, conocimiento y sensibilidad. Lo pequeño es muy importante.
La ciudad es el hombre, la ciudad es una casa, la ciudad es un árbol, la ciudad es un viejo enlosado, hoy a la espera de ser de nuevo sabiamente aparejado.
Lope González Palomeque