La arquitectura humanitaria como ciclo histórico (1) [Natalia Mora Priego]

No hay nada nuevo bajo el sol” (Eclesiastés 1,9)

Este artículo redactado originalmente como un único texto, se presenta aquí en forma de cuatro entregas sucesivas. Su elaboración ha sido posible gracias a las experiencias vividas en Cauca, Colombia.


#1 Nómadas por necesidad o por elección

Todas las reflexiones mostradas y traducidas a continuación a lenguaje escrito son viscerales, subjetivas y experienciales, no pretenden ser afirmaciones universales, objetivas ni generales, sino fomentar el cuestionamiento de dogmas establecidos.

Dándonos por vencidos a causa de la incertidumbre de la definición de la arquitectura, como algo perteneciente al mundo de las ideas y, no de manera fácil, llevado al campo del lenguaje por medio de la razón, trataremos de bucear en el tema del artículo, arquitectura humanitaria. ¡Qué adjetivo estamos aplicando a la arquitectura! ¡humanitaria! Me gusta la feminidad de la palabra arquitectura. Lo humanitario, que podemos identificar como una acción solidaria y beneficiosa para los demás, y que se interesa por el bien de la humanidad. Me pregunto, ¿es una etiqueta correcta para la arquitectura? ¿O podríamos decir que se trata de una redundancia? ¿Acaso existe una arquitectura no solidaria ni benefactora para los demás, y, que no se interese por el bien de la humanidad? ¿No pertenecen estas palabras a la definición de arquitectura?

El segundo tema que permite abordar este artículo es la práctica humanitaria, asignando el concepto, por un momento, más allá de los límites de la arquitectura, a aquellas personas que deciden aplicar sus conocimientos técnicos fuera de su entorno y de su país, y que, a través de ONG, instituciones internacionales o locales, deciden donar su tiempo a otro contexto que consideramos más necesitado. La cooperación internacional y la ayuda humanitaria nació en occidente, en el mismo momento que se empleó la palabra desarrollo –desarrollo occidental, por supuesto-, y desde ese preciso instante hemos tratado de incorporar nuestra teoría, en tiempo y espacio, a contextos muy diferentes de los que partimos, sin preguntarnos ni pararnos a vislumbrar si quizá aquello que hemos etiquetado, definido y empaquetado en una caja como lo universal, es de verdad lo que debería aplicarse en ese contexto.

Además del etnocentrismo innato con el que actuamos en contextos totalmente desconocidos a los nuestros, mediante proyectos redactados muchas veces desde oficinas muy lejanas al terreno por personas que ni siquiera han conocido la realidad sobre la que están interviniendo (el teletrabajo que nos invade en nuestro siglo), todavía no hemos llegado a la figura del practicante humanitario: aquella persona que, tras empapelar oficinas internacionales con su currículum, probablemente sobradamente preparado, con conocimientos técnicos universitarios y algún máster dedicado a cooperación al desarrollo, por fin se despliega sobre  el terreno a trabajar en la ejecución de algún proyecto ya redactado y con presupuesto aprobado.

A partir de este momento, el artículo cuenta con una mirada claramente occidental subjetivada quizá por algunos viajes a Oriente, la vieja tierra cálida y lo otro Latino del planeta, además de por un aprendizaje académico y experiencial en la arquitectura, como disciplina y práctica.

Aterrizar en Latinoamérica supone una cura de humildad. Pero antes de adentrarnos en el caso concreto del lugar, navegaremos en el tiempo y el espacio del arquitecto.

Once mil años antes de Cristo, ese punto de referencia en el tiempo que estableció el cristianismo como forma de medir y que desde entonces se ha convertido en hegemónico, ya habitaban la tierra seres humanos, como nosotros, y que, aunque no son considerados primera civilización por tratarse de grupos reducidos de cazadores que no buscaban asentarse sino que practicaban el nomadismo, estaban ya en ese período, preocupados por la arquitectura (no considerada, ni etiquetada o definida bajo este término pero, sin duda, existente).

Estos primeros habitantes, nómadas, resolvían y planteaban cuestiones vitales, mediante lo que ahora podríamos considerar arquitectura efímera. Se movían en función de sus necesidades básicas, el alimento, y allá dónde les sorprendía la noche, instalaban sus viviendas, con materiales que portaban, con el mismo carácter de temporalidad de una vivienda móvil, tan de actualidad en este momento. Todos los individuos del grupo eran arquitectos.

Abriendo un pequeño paréntesis, y reflexionando sobre la cuestión de la temporalidad de la vivienda, focalicemos la semejanza que existe con una realidad distante a la nuestra más de trece mil años. La búsqueda de la arquitectura temporal, que nace con un fin y que muere cuando éste finaliza, sin dejar rastro alguno en el planeta, evitando la generación de residuos (esta preocupación, no sé si resultaba vigente para los primeros pobladores, o si recolectaban y portaban todos los materiales más como una cuestión funcional y logística). En la antigüedad, podríamos decir, que la causa de ese proceder era la falta de medios y producción de alimento, y que debían moverse para suplir sus necesidades, y en nuestro tiempo, sería el exceso de medios y actividades, lo que provoca un movimiento rápido y continuo del ser humano, que conduce así a la necesidad de adaptar la vivienda a estos desplazamientos.

Celebramos la defunción de la arquitectura nómada, lo que consideramos el origen de la arquitectura (técnica experiencial o empírica, nacida de la necesidad de una población, y de la que todos participan o están involucrados) en torno al año diez mil antes de Cristo, con la llegada de los sumerios a la Mesopotamia, al forjar la primera civilización, según los cánones establecidos en occidente.

Natalia Mora Priego, arquitecta

 

Las imágenes son negativos analógicos escaneados de la autora del artículo.

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