SEGUNDA PARTE
Gerardo ha venido a Toledo porque ha oído hablar en Cremona y en Chartres de la ciudad. Se contaba que guardaba libros únicos de la antigüedad, libros originales o traducidos de los sabios árabes, que huían de los almorávides o de los belicosos reinos cristianos del Levante. Ya en Toledo, aún se contaba con emoción, la última gran entrada de libros. Para la ciudad, en exclamación de Galib, la llegada de nuevos libros, iba a resultar la fiesta del libro, no por reiterada, menos atractiva.
La familia de los Banu Hud había gobernado Zaragoza durante años. Por herencia familiar habían reunido una colección escogida de libros científicos. Yusuf al – Mutamín ibn Hud, gobernador durante pocos años, fue un matemático sobresaliente y uno de los más innovadores de la Península en su tiempo. La familia Banu Hud, desalojada de Zaragoza por los almorávides, huyó hasta Rueda de Jalón, en el valle del Ebro. Desde allí se trasladarían a Toledo, donde encontraron acomodo en el barrio cercano a la nueva catedral, antigua mezquita mayor.
La entrada de la familia principal con reatas de mulos, burros y carros cargados de libros se celebró en Toledo con expectación. Una representación cultural se citó en las calles para dar la bienvenida a personas y libros. Traductores, comerciantes, investigadores y maestros de diferentes escuelas tuvieron acceso privilegiado a esos fondos.
Galib, contaba a Gerardo, que los días siguientes habían sido un festín de erudición. La biblioteca de los Banu Hud se sumará a las colecciones llegadas durante siglos anteriores. Los habitantes de Toledo eran conscientes, ya en el lejano siglo XII, de la importancia de la cultura y el arte en la actividad productiva de la ciudad y en su proyecto internacional. Alfonso X aún estaba por nacer.
Galib será colaborador y amigo en los trabajos de traducción de Gerardo. Y aunque, resulta un personaje difuso, probablemente fue un mozárabe que hablaba latín, árabe, hebreo, y, por supuesto, la “lingua tholetana”. Disponía, además, de excelentes relaciones con los dirigentes locales y los directores de las distintas escuelas. Él ayudaría a Gerardo a iniciarse en el árabe, contradiciendo la teoría más excitante que sugiere un escritor toledano. Según Mariano Calvo, Gerardo aprendió árabe no solo por su interés en conseguir comprender con rigor el idioma original, sino por qué contó con la ayuda de una amante solicita que, a la vez que le enseñaba la gramática, le descubría las delicias del amor, tal como se recoge en la novela “La catedral de los traductores”.
Impresiona a Gerardo la actividad industrial y comercial de Toledo. Si hubiera sido posible observar la ciudad a vista de pájaro se escucharía la mezcla del ruido de los trabajos que en ella se realizan. Se oiría el sordo ir y venir de gentes por las calles repletas de tiendas, comercios, talleres, actividades diversas. El ruido de la vida. No hay plaza o calle que no junte distintos oficios, algunos complementarios y otros diferentes. La ciudad es un zoco enredado en el que se superponen los esfuerzos de una economía ajetreada y brillante.
Especialmente intensa es la laboriosidad en las márgenes de río. Tintoreros, bataneros, curtidores, molinos de papel y trabajadores golpeando con mazos sordos fibras diversas, empleadas para la confección de papel de calidades seleccionadas. Compite en calidad con el papel de Játiva. Al lado se afanan quienes trabajan las pieles para los pergaminos. En las calles próximas a la catedral se compran y venden libros o materiales para la escritura. La misma incesante actividad se mantenía viva aún en tiempos de Cervantes. Los libros en la ciudad del siglo XII, habían originado uno de los más lucrativos negocios. Un negocio que saltaría las murallas y llegaría hasta Francia, Italia o Inglaterra.
El método habitual de traducción consistía en contratar a alguien que leía en voz alta el libro en la lengua que estaba escrito y se ponía en latín. El sistema no le gustaba a Gerardo por la cantidad de errores que el método provocaba. Para evitarlo y acceder a la sabiduría y la ciencia sin intermediarios tendrá que aprender árabe y si, fuera posible, hebreo. En cuanto a la “lingua tholetana”, con su latín popular, entiende lo suficiente para “manejarse” entre los comerciantes, los guardadores de libros, directores de escuelas o traductores de “scriptoriums”, midrash hebreas o madrasas árabes.
Márquez Villanueva escribe que en Toledo se anticipa el Renacimiento, al que se acerca la “juventus mundi” para acceder a la sabiduría de los clásicos que en ella se almacenan. La voluntad de aprender árabe de Gerardo transformará la ciencia y la filosofía de los países del Norte. Los libros dejarán de ser copias, plagadas de errores. Se impone el trabajo exigente del traductor, que consiste de asumir la personalidad del autor original. Pensar como él, comprender como él, escribir como él. Pero, además, inventar un vocabulario que contenga las nuevas ideas y los complejos conceptos técnicos de otro idioma. Solo de esta manera se podrá acceder a la comprehensión última de los textos. Gerardo utilizará un árabe tosco, pero suficiente para, con la ayuda de Galib, iniciar un programa ambicioso de traducciones.
Había venido a Toledo con varios sueños y proyectos dispersos. Su objetivo: traducir al latín la mayor parte de libros clásicos para hacerlos circular por los países del norte. Su obsesión inicial: el “Almagesto”, de Ptolomeo, el primer libro que traduciría en Toledo. Después traduciría los “Elementos”, de Euclides. Y, en paralelo, las obras de Galeno. Los tres grandes que extenderían por la Europa Medieval los saberes de medicina, matemáticas y astrología. Domingo Gundisalvo, también desde Toledo, divulgaría la filosofía.
En Toledo se recuperaban los clásicos y el mundo empezaba a cambiar. Cerca, en Italia, lugar de origen de Gerardo, se iniciaba el “trecento”. Como canónigo de la catedral, Gerardo dispuso de tiempo ilimitado para su trabajo de traductor. La versión al latín de los griegos y de los sabios árabes (pudieron llegar a 70 los libros traducidos) constituyó su única dedicación. Según sus discípulos “huía de los elogios serviles y de la pompa vana de este mundo” y era “enemigo de los deseos de la carne”. Toledo en el siglo XII se había convertido en un centro de irradiación de ciencia y sabiduría.
Pos su actividad como traductor tuvo acceso a la biblioteca del sabio toledano, y funcionario de la corte de los Banu Di l-Nun, Abu Utman Sa `id ibn Muhammad ibn Bagunish. En ella es probable que accediera al Necronomicon, trasladado desde Bagdad o Damasco a Toledo por un mercader arriesgado. Se propuso traducirlo. Sin embargo, probablemente, el arzobispo, Juan de Segovia, se lo prohibiera taxativamente. Al Necronomicon, le seguía una leyenda atávica de desgracias y tragedias, de hechicerías y sortilegios, que lo señalaban como libro maldito. El título original era Al –Azid, el murmullo de los demonios
Se contaba que contenía tal número de horrores que mataba a quién lo leía. Lo había escrito el poeta loco Abdul al–Hazred. Se cuenta que viviendo en Damasco fue arrebatado por un horrible monstruo y devorado ante las gentes que, aterradas, veían el suceso. Después de que lo tuviera Gerardo en sus manos fue escondido en algún lugar secreto de alguna biblioteca de la ciudad. Ya, en pleno Renacimiento, interesó a sabios y magos de Europa lo que sirvió para que la Inquisición se fijara en él.
No se sabe cómo, pero de Toledo salió –vendido o robado- en el siglo XVII. Tal vez, desde el “scriptorium” de la catedral, situado en la capilla de la Santísima Trinidad, un monasterio cercano al edificio catedralicio. Y terminaría llegando a las estanterías de una rica familia burguesa de Providence, en Norteamérica. H. P, Lovecraft escribiría su obsesiva obra con base en el manuscrito de Toledo. Se dice de Lovecraft que nunca se movió de su ciudad, pero que se desplazaba a Toledo, lugar por el que estaba obsesionado, en sucesivos viajes astrales.
Gerardo falleció en Toledo, en 1187. Existen testimonios de que parte de su traducciones las dejó en herencia a un convento de Cremona.
EPÍLOGO
Daniel de Morley cuenta que desde Toledo se llevó a Inglaterra una “maravillosa cantidad de libros”. Daniel de Morley también cuenta cómo los traductores de París no son más que figurones, asnos les llama él. Mientras que la doctrina de los árabes, centrada en el “cuatrivium” era lo habitual en Toledo. Por eso viajó a la ciudad.
Daniel pertenece a ese grupo de personajes que estaba naciendo en Europa. Querían dejar de explicar los fenómenos naturales y materiales como designios de la providencia divina. Buscaban entender el mundo a través de la ciencia. Toledo fue, ha escrito Violet Moller en su obra “La Ruta del conocimiento,” “el puente entra la cultura grecoárabiga y la Europa latina. Un lugar donde los conocimientos científicos no solo fueron custodiados, sino que además fueron traducidos y trasmitidos a los estudiosos del futuro”.
Aquí termina parte de esta historia sobre el pasado de la ciudad de Toledo en el siglo XII. Redactada y corregida en los inquietantes días y meses en los que un virus imprevisible infectaba y acababa con las vidas de gentes notables y anónimas.
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Ilustraciones de Antonio Esteban Hernando, @antonioestebanhernando