A mesa puesta
Otoño. Tiempo de romanticismo. Un buen libro. Melancolía de lluvia tras los cristales. Fiesta de Todos los Santos. Día de los difuntos. Unos preludio de Chopin. Don Juan Tenorio a la antigua usanza, no este al que ahora maltratan, el de verdad, el de Zorrilla, el condenado por desconfiado de Fray Gabriel Téllez. Otoño amarilleando en las hojas de los árboles. Toledo, patrimonio mundial del sentimiento romántico y Raine María Rilke que nos recuerda este tiempo de aromas azules y amarillos con sus versos:
Señor: es hora. Largo fue el verano.
Pon tu sombra en los relojes solares,
y suelta los vientos por las llanuras.
Haz que sazonen los últimos frutos;
concédeles dos días más del sur,
úrgeles a su madurez y mete
en el vino espeso el postrer dulzor.
No hará casa el que ahora no la tiene,
el que ahora está solo lo estará siempre,
velará, leerá, escribirá largas cartas,
y deambulará por las avenidas,
inquieto como el rodar de las hojas.
Y seguir con la música; de Chopin agrando el camino y abro la ventana a la Novena sinfonía de Schubert, con Viena al fondo de mi pensamiento. Cierro los ojos y me dejo ir. Los abro y poso la mirada en la cesta de mimbre que contiene la fruta: castañas, granadas, nueces, higos secos, manzanas de piel roja y amarilla, membrillos y algunas uvas de las últimas que quedaban en la parra. Todos los Santos. Tiempo de lumbre, de conversación, de rezos, de recuerdos, de responsos en los cementerios, de escuchar la voz funeral de las campanas que clamorean toda la noche entre el Día de los Santos y el Día de los difuntos. Eso era antes. Acaso viva el son del clamor, la torre, y las risas de monaguillo en mis recuerdos. Es ya noviembre, es otoño y en una decadencia de hermosura, la vida se desnuda, y resplandece la excelsitud de su verdad divina. También recuerdo a don Benito Pérez Galdós con un niño de la mano, Gregorito Marañón y Posadillo, que viene a conocer el Toledo de las callejas, el de la Alberquilla, los cigarrales, los puentes, los dulces de las monjas y el arte del Greco. El Tajo no es el mar. Acaso el mar. Tampoco. El hombre acaso. Es el otoño. Hermoso dios. La tierra roja. La piedra, roja. Acaso, un árbol como la sangre. Hermoso dios. La piedra y el hombre. Es el otoño. Entonces. Caminábamos hacia la cima… El amigo Blas de Otero me resuena en el alma. A la inmensa mayoría nos recuerda que el hombre es fieramente humano.
Todos los santos. Fiesta antigua. La Iglesia primitiva, cuando era imposible asignar un día a cada mártir, como tras la persecución de Diocleciano, en la que el número era mayor que el de los días del año, hubo de ir a una celebración común. La primera muestra de estas celebraciones conjuntas se remonta a Antioquía y se ubicaba en el calendario el domingo antes de Pentecostés. También se menciona este día en común en un sermón de san Efrén de Siro (373). En un principio, solo los mártires y San Juan Bautista fueron los honrados por un día especial. Luego se fue incrementado el número de santos, cuando la iglesia comenzó a canonizar a mansalva. El papa Bonifacio IV consagró, entre 609 y 610, el famoso panteón de Roma a la Santísima Virgen y a todos los mártires. Luego, Gregorio III (731-741) consagró una capilla en la antigua Basílica de San Pedro, no la actual, a todos los santos y fijó el aniversario para el 1 de noviembre Y más tarde Gregorio IV extendió la celebración de de esta fecha mítica del 1 de noviembre a toda la Iglesia, a mediados del siglo IX. Y hasta hoy. Eso es la historia.
Es otoño y lo vivo en el paladar, en los ecos que dejan en las papilas gustativas los huesos de santo, el potaje de castañas, los buñuelos de viento. Otoño de filosofías, de Schopenhauer o Fernando Puyó, y de buena mesa. Groseramente hablando, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Vitalismo gustativo. Lo suculento y lo sabroso. El gusto, hermosa palabra que tanto sirve para el amor físico, ¡fascinante cuanto te viene el gusto!, como ese sentido que nos pone en relación con los cuerpos sápidos, por medio de la relación que estos causan en el órgano destinado a su apreciación. Placer. Otoño. Todos los santos. Saborear los sabores infinitos. El gusto, tal como nos lo ha concedido la naturaleza, es aquel de nuestros sentidos que, bien considerado todo, nos procura los mayores placeres: a) Porque el comer es el único que, tomado con moderación, no va seguido de fatiga. b) Porque es propio de todos los tiempos, de todas las edades y de todas las condiciones. c) Porque es necesario una vez al día, cuando menos; y puede ser repetido, sin inconveniente, dos, tres o más veces en ese espacio de tiempo. d) Porque puede mezclarse con todos los demás placeres, e incluso ¡consolarnos! de su ausencia. e) Porque las impresiones que recibe son, a la vez, más duraderas y más dependientes de nuestra voluntad. f) Finalmente, porque al comer experimentamos cierto bienestar, particular, indefinible, que procede de la conciencia instintiva; y que, por lo mismo que comemos, reparamos nuestras pérdidas y prolongamos nuestra existencia.
El placer de la mesa es suma de delicia de la civilización. Fiesta de Todos los Santos. Día de los difuntos. ¿Qué hay para comer? Potaje de castañas, huesos de santo, buñuelos de viento, pestiños, panellets o empiñonados y ¡puches!
A los golosos nos encanta todo. Los huesos de santo, también conocidos como “mazapán de difuntos”, en atención a las fechas en las que es costumbre elaborarlos y consumirlos, tienen su base en la masa de mazapán con forma de tibia, endurecido al natural para que quiebre, cuyo tuétano está relleno tradicionalmente de dulce de yema, aunque los encontramos también rellenos de cabello de ángel, mermelada o chocolate.
Los buñuelos de viento, blanditos, esponjosos, que se deshacen en la boca con ese contraste entre la masa frita y la crema, forman parte del patrimonio cultural gastronómico más antiguo. Sus orígenes tienen mucho que ver con nuestro pasado convivencial con el mundo judío; los sefardíes elaboraban un dulce muy similar con motivo de Janucá. La receta más antigua que conozco de los buñuelos es del siglo XVII y se la debemos al cocinero real del rey “gorurmet” Felipe II. Además, la tradición popular, que no la fe religiosa, asegura que por cada buñuelo que nos comemos se salva un alma del Purgatorio. (Así que yo trato de salvar cientos de almas). Henchidos de crema suave –para mí, los mejores- o de nata, chocolate, dulce de batata, de manzana o de calabaza, se consumen en grandes cantidades casi solo alrededor del Día de los Santos.
Las castañas, recién cosechadas a mediados del otoño, se pueden comer crudas, asadas o cocidas en potaje; de cualquier manera está buenas, incluso son estupendas esas labores que siguen la receta francesa de las “marron glacé”.
Hoy somos muy cómodos; quienes tenemos conciencia de la “gourmandise”, con esa preferencia apasionada por las cosas que agradan al gusto, compramos en los buenos obradores y pastelerías estos manjares. Sin embargo, yo no olvido ningún año por estas fechas alegrar la mesa de mi casa, a la que siempre invito a comer a algún amigo, con un buen azafate de puches, elaboradas con una receta recogida de la tradición oral en Los Navalucillos, mi patria. Aquí os la dejo, para que la elaboréis, mientras escucháis el “Confitebor” de Zelenka, magníficamente grabado por la Accademia Barocca Lucernensis.
Puches
Ingredientes: harina de trigo, anises, azúcar, una cáscara de naranja, miel y unos coscurros de pan.
Modo de hacerlas: Cocemos los anises y una cáscara de naranja seca en agua y colamos el caldo. (Hay quien prefiere dejar los anises en el caldo). En agua fría disolvemos la harina con unas cucharadas de azúcar (al gusto de dulce), procurando que no queden grumos (hay quien lo cuela). Ponemos a hervir el caldo de anises. Vertemos la harina disuelta en el agua de anises, que ya estará hirviendo. Lo dejamos cocer a fuego lento durante unos veinte minutos, moviendo constantemente para que no se nos pegue. Lo normal es que el cocimiento coja color y se ponga un poco moreno. Cuando ya las tenemos en su punto, sacamos puches a una cazuela.
Antes hemos preparado los coscurros con la miel. Para ello, doramos en aceite unos cuantos pellizcos de pan no muy grandes, picatostes los podemos llamar también, y los apartamos en un plato. En la misma sartén con poquito aceite sofreímos una cáscara de naranja y unas cucharadas de miel. Se pondrá espumoso. Ese aceite-miel lo vertemos encima de los coscurros o picatostes que tenemos en el plato.
Por último colocamos los coscurros hundiéndolos sobre la superficie de las puches para que se mezclen con ellas. Dejamos que se enfríe el conjunto y comemos hasta hartarnos… ¡que será pronto, porque llenan mucho!
Y ya, tras celebrar los placeres de estos caminos del paladar, con buena conversación, encendemos unas lamparillas para recordar a cada uno de los nuestros que nos aguardan allá donde el tiempo es eterno y el olvido no existe, y leemos, mientras escuchamos la música de Vivaldi dedicada a esta estación, el poema de José Hierro que os dejo, en el que el otoño es de oro.
Otoño de manos de oro.
Ceniza de oro tus manos dejaron caer al camino.
Ya vuelves a andar por los viejos paisajes desiertos.
Ceñido tu cuerpo por todos los vientos de todos los siglos.
Otoño, de manos de oro:
con el canto del mar retumbando en tu pecho infinito,
sin espigas ni espinas que puedan herir la mañana,
con el alba que moja su cielo en las flores del vino,
para dar alegría al que sabe que vive
de nuevo has venido.
Con el humo y el viento y el canto y la ola temblando,
en tu gran corazón encendido.
Otoño. Tiempo de romanticismo. Nostalgia. Brisa. Un buen libro. Fiesta de Todos los Santos. Día de los difuntos. El Tenorio. Hojas de los árboles que caen cadenciosas hasta alfombrar el suelo. El primer mosto. Huesos de santo, buñuelos, castañas. ¡Puches!
Antonio Illán Illán
Miembro numerario de la Academia de Gastronomía de Castilla-La Mancha
Las ilustraciones son de Antonio Esteban Hernando.
Las fotografías, cortesía de Ana de Mesa Gárate de Brunch Santo Tomé.
Excelente la maquetación y las ilustraciones de Antonio Esteban Hernando. Te mereces medio docena de buñuelos por lo menos.