Sobre el pabellón español de Nueva York 1964 [José María Martínez Arias]

La New York World Fair de 1964, fue una de esas exposiciones internacionales en las que bajo un aparente clima de unidad global y entendimiento entre naciones, las primeras potencias daban muestra del progreso tecnológico alcanzado en plena carrera espacial. Además esta muestra debía de servir de escaparate a la diversidad cultural, mediante el complicado diálogo arquitectónico de las distintas entidades participantes.

El 22 de Abril de 1964, exactamente cinco meses después del asesinato de Kennedy, el Presidente Lyndon Johnson inauguró el certamen internacional, proclamando la celebración del tricentenario de la fundación de Nueva York. La muestra estuvo emplazada en el mismo recinto que de la de 1939, el parque Flushing Meadows-Corona, cuyo eje principal quedaba presidido por la colosal estructura del Unisferio, como símbolo de paz entre naciones.

La feria resultó ser una verdadera mezcolanza de atracciones, quizás excesivamente insulsa y teatral, donde el “Spanish pavilion” se convirtió en la excepción: la pieza distinguida y estimulante ante tanta fanfarria y colorido, que no en vano recibió el sobrenombre de “Jewell of fair”, siéndole atribuidas numerosas condecoraciones a su arquitectura e interés artístico y cultural.

El pabellón que representó a España pretendía servir como silencioso diálogo internacional con el fin de evitar el aislamiento en el que la dictadura franquista tenía sumida a la nación. El Ministerio de Asuntos Exteriores convocó un ambicioso concurso, al que se presentaron 19 de las más prestigiosas figuras de la modernidad española: Aburto, Bohigas, Cabrero, Carvajal, Coderch, Corrales, Fernández-Shaw, Fisac, García de Paredes, Gutiérrez Soto, Higueras, Molezún, Moneo, Moreno Barberá, Moya, Oíza, Ortiz Echagüe y Echaide, De la Sota, Vázquez de Castro o Zuazo, quienes presentaron piezas verdaderamente audaces de las que finalmente resultó ganadora la propuesta de Javier Carvajal.

Propuestas para el pabellón español de 1964 de J.A. Corrales, F. Higueras y R.V. Molezún

Quizás por aquella lección magistral de transgresora modernidad con el pabellón de Bruselas de Corrales y Molezún de 1958, esta vez el tribunal optó por una propuesta más contenida; no obstante alejada del típico cliché que el panorama internacional tenía asociado a España y su cultura.

Verdaderamente esta pieza de arquitectura hacía una integral revisión en clave contemporánea del patrimonio ibérico, donde se hizo un verdadero esfuerzo por destacar todo nuestro potencial a los ojos del mundo, no sólo en el continente sino sobre todo en el contenido, pues un amplio y cambiante programa hacía que nuestro pabellón fuera el más concurrido de toda la muestra.

El aspecto exterior presentaba una robusta austeridad que desdobla en dos su lectura: abajo muros blancos y rugosos, acabado de cal como manifiesto de la blanca arquitectura popular; arriba grises y ordenados volúmenes de hormigón que bien puedan encontrar en la arquitectura escurialense su más difundido patrón.

Esta composición abstracta de luces y sombras tan escueta externamente, no obstante presentaba una absoluta riqueza interior.

El pabellón, con una superficie de 8.500m2, ofrecía una secuencia de espacios verdaderamente compleja, donde el tema clásico de la promenade era una absoluta necesidad para descubrir los diferentes ambientes, engarzados entre sí mediante sutiles cambios de nivel, estancias semiabiertas con una cuidada atmósfera de juegos de luces y sosegada penumbra, que en buena medida nos recuerda a nuestros interiores hispano musulmanes.

Los techos estaban recubiertos con una revisión actualizada de los artesonados mudéjares en madera de nogal, en armonía con el cálido color de las baldosas de gres del pavimento; entre estas dos franjas de barro y madera, se articulan los diferentes espacios expositivos; los cuales están rodeados de una sutil penumbra, apenas iluminada por las lámparas de aluminio que descienden de los casetones del techo o por el resplandor diurno de los patios interiores.

Podemos hablar del pabellón de España como obra total, en tanto que fueron numerosos los artistas invitados a colaborar en su diseño. Autores como Joaquín Vaquero Turcios, Pablo Serrano, Antonio Cumella, Amadeo Gavino, José Luis Sánchez, Manuel Suárez Molezún, Oteiza o Francisco Farreras plantearon piezas que fundamentalmente hablaban de España y su estrecha relación con América, conmemorando aquel tricentenario de la fundación de Nueva York.

Todas las áreas se articulan en torno a un patio central, al cual no le falta ningún elemento propio de nuestra tradición popular: la galería, el ciprés, el rumor del agua…La parte superior se cierra a la vista con unas celosías de madera, obra del escultor José Mª de Labra, mientras que los paramentos inferiores se cubren con la pintura mural de Vaquero Turcios, “Los sembradores”, y la obra del ceramista Antoni Cumella: “Homenaje a Gaudí”. La visión escultórica de Pablo Serrano de Fray Junípero Serra (colonizador de California) completa el programa expositivo del patio principal.

Diferentes perspectivas del patio principal, pintura mural y frentes cerámicos abajo. En el nivel superior, las celosías de José Mª de Labra.
Arriba (Izda). Fray Junípero serra, Pablo Serrano. (Dcha). Homenaje a Gaudí, mural, A. Cumella. Abajo, Los sembradores; mural (3,70 x 10 m) Vaquero Turcios.

Presidiendo el acceso al interior encontramos dos obras cuyo significado habla por sí sólo: la primera es la escultura en bronce de Isabel la Católica, obra de José Luis Sánchez, visible tanto desde el exterior como desde el patio; la efigie muestra en sus manos la granada abierta, la “Punica granatum”, que fue el icono del pabellón y que desde 1492 está presente en el escudo español. Al otro lado, un mural de Vaquero Turcios, que representaba otro glorioso momento, también en 1492, cuando Rodrigo de Triana, el vigía de la carabela “La Pinta”, fue el primer europeo en avistar Nuevo Mundo.

Arriba, Isabel la Católica con la granada abierta, en bronce por José Luis Sánchez. Abajo, Rodrigo de Triana (3,70 x 10 m.) por Vaquero Turcios.

De igual manera que en los palacios nazaríes, los interiores del pabellón, con sus fluidas secuencias espaciales rodeadas de patios floridos, el murmullo de las fuentes con la compleja ordenación de piezas artísticas y objetos de artesanía, estaban plenamente dispuestos para la estimular la contemplación y el disfrute del visitante.

Diferentes secuencias de la sala de arte sacro, presididas por la vidriera de Manolo Molezún.

En este intrincado recorrido encontramos una amplia muestra que abarca desde la información turística y financiera, pasando por la artesanía más diversa, manufacturas de todo tipo: música y literatura, tecnología, joyas, marroquinería…

Y como complemento, la sublime exposición permanente, donde se expusieron obras emblemáticas del arte español; piezas como la Dama de Elche, la legendaria Tizona del Cid o una sublime muestra de tallas medievales. En el programa pictórico encontramos obras de Ribera, Veláquez, Zurbarán, Goya o El Greco, junto a la reciente obra de Juan Gris, Picasso, Miró o Dalí.

Muestra de espadería toledana (derecha) y pieza de orfebrería de Salvador Dalí

La parte superior del pabellón acogía además de las salas de exposiciones, un completo auditorio donde se exhibían muestras del mejor arte made in spain. El programa incluía muestras cinematográficas, conciertos de guitara de Andrés Segovia o cuadros flamencos de cante y baile con Manuela Vargas y Antonio Gades a la cabeza.

Como complemento a tan hedonista experiencia, encontramos la variada oferta gastronómica; en la marisquería se recibía diariamente la mercancía por avión y en los colmados “Madrid” y “Jerez”, ubicados entre patios encalados, era posible degustar a ritmo de bulerías los mejores vinos nacionales. En los restaurantes Toledo y Granada, el público americano podía elegir entre las delicias españolas de su carta. Presidiendo el salón del restaurante Toledo, encontramos la pieza mural de Francisco Farreras, fácilmente identificable para muchos.

Distintas áreas gastronómicas, destacando el mural del restaurante Toledo, obra de Francisco Farreras

Carvajal abordó el proyecto del pabellón de España como una obra total. En esta etapa de su carrera estaba desarrollando un concepto de modernidad más complejo y autóctono, con un cuidado tratamiento de sus plantas y volumetrías, donde, a partir de una gran contención material, lograba unos espacios de enorme brillantez.

Recientemente, el arquitecto, había llevado a cabo el diseño de los espacios comerciales de la casa española Loewe. Gracias a estos ejercicios previos de menor escala, el autor trabajó en el planteamiento de lo grande y lo pequeño. Desde el comienzo se tuvieron en cuenta los propios elementos expositivos, el diseño gráfico además del mobiliario, destacando la butaca “Granada”, (reeditada en 2016 por JMM) que rinde homenaje al lema de la muestra y mantiene cierto paralelismo con el exterior del pabellón.

Al acabar la feria, en 1965, el pabellón se desmontó y se incorporó parcialmente al acceso de una torre en San Luis (Misuri), desvirtuando por completo su estado original. En los años noventa surgió una interesante propuesta del Ministerio de Cultura; se planteó que podría dar cabida al Museo Español de Fotografía, pero tristemente, la idea y la obra, cayeron en el olvido.

Otra de tantas pérdidas por nuestra parte, como ya lo fue el pabellón de Bruselas, donde tomamos buena nota de nuestras capacidades por destacar en el entorno internacional y, después, ignoramos por completo el valor de lo que fuimos capaces de crear.

Quizás el argumento que despertó mi atención hacia esta obra haya sido su capacidad contextualizadora con la tradición, (tema clásico en las exposiciones internacionales) y al mismo tiempo tratarse de una arquitectura totalmente nueva, inclasificable, rotunda y evocadora; pero de tan compleja lectura como lo fue el propio carácter de su autor.

José María Martínez Arias, estudiante de arquitectura de la eaT.

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