Lluvia [José Rivero Serrano]

1505 Giorgone Tempestad (general)

“Hasta el propio ojo, la visiòn pura, se cansa de los sólidos. Quiere soñar la deformación”.

Gaston Bachelard. El agua y los sueños.

“Permitid que me repita: El agua es igual al tiempo y proporciona a la belleza su doble”.

Joseph Brodsky. Marca de agua. 

“Y es que ella, el agua, no es desde luego ser, ni tampoco no-ser o la nada, sino la pura y activa transición del uno a la otra”.

Félix Duque.

La pertenencia de la lluvia al universo de las aguas diversas y plurales, hace que participe de sus características complejas, desde la peculiaridad que supone su propia esencia desviada. Esencia, la de las aguas díficil de capturar, como refleja Félix Duque, cuando cita: “Mientras, el calor del sol forma las nubes, que al condensarse harán que caiga la lluvia sobre la tierra ¡Todo es tan conocido…y tan difícil de aprehender, de pensar![1]. Dificultad de su esencia, de su apariencia, de su movilidad inquieta, de su definición científica[2] y de su imaginación material. De esta suerte, podemos decir con Umberto Eco: “¿Y qué se puede hacer para explicarle a un niño qué es la lluvia, qué son las catarátas del Niágara, la garganta del Diablo de iguazú, el arco iris, la tormenta, el mar, la nieve y los manantiales, si nunca ha visto el agua?[3]. Dando con ello a entender que antes de la modalidad precisa de la lluvia, está la realidad imprecisa de las aguas en su múltiples variantes y presencias. Dificultades de las imágenes y de la imaginación del agua, que ya fueron expuestas por Bachelard, al advertirnos: “Las imágenes cuyo pretexto o materia es el agua no tienen la constancia y la solidez de las imágenes proporcionadas por la tierra, por los cristales, los metales o las gemas. Carecen de la vida rigurosa de las imágenes del fuego. La imaginación material del agua está siempre en peligro, corre el riesgo de borrarse…”[4]. Un actual estudio colectivo[5], nos permite agregar esa diversidad de miradas, realidades y presencias sobre el agua, y desde ella descubrir alguna particularidad sobre la lluvia. Particularidad de la lluvia que en el diccionario Espasa-Calpe emerge sólo con tres anotaciones temáticas, las referidas a la historia de las religiones, a la iconografía americana y la estrictamente metereológica.

1505 Giorgone Tempestad (detalle)

La esencia de la lluvia es su invisibilidad, su carácter aparente es pues su envolvente física, que nos permite sentirla pero no verla, o verla mal y apenas registrarla. Esta dificultad de su registro visual, de su inasibilidad a la mirada, motiva un caudal de reflexiones poéticas y pictóricas significativas. No es casual la importancia que Miguel Ángel García Hernández, otorga al agua en su Prefacio a la obra de Ángel González[6]. “El ojo sigue y persigue un circuito donde la materia se funde para fundarse, atando mar y montaña, pero también, y ante todo, lo visible con lo invisible. Podemos seguir sus trazas en los arañazos en forma de espuma o copos blancos sobre el blanco cielo. Son prácticamente invisibles, aunque antes de verlos ya sabemos que deben estar ahí”. Es por otra parte y con carácter general, la dificultad de sorprender en la naturaleza lo que no dura y se extingue y que al no permanecer un tiempo escapa a su representación y captura. Haciendo con ello creíble que la representación se fundamenta en la búsqueda de la permanencia; en la permanencia de lo que se ve y se anota, y se vincula, consecuentemente, con la duración y con el tiempo. O en palabras de Miguel Ángel García Hernández, “No vayáis a pensar que lo invisible sea otra cosa más que la resistencia que lo visible hace a su propia desaparición[7]. Resistencia a la desaparición que Ángel González vincula con formas nitidas: “La forma más resistente es la más amenazada”.   Justamente por ello, por ese reto imposible, han forcejeado los pintores en tratar de captar lo que se desvanece, lo que se va y no se ve; lo que dura y se olvida. Lo que, simplemente se va, pero viéndose, ha merecido el esfuerzo histórico de captar el movimiento.

Es esta la anotación de Ernst Gombrich, cuando cita como logro fundamental en el progreso de la estatuaria de los primitivos griegos, la captura del movimiento. Un movimiento capturado, un movimienti robado o un movimiento detenido. Como si fuera posible detener el movimiento para captarlo y transvasarlo a su representación marmórea o metálica. Hay movimientos visibles, que dejan huella de su paso y de su cambio: es el movimiento, por ejemplo, de un cuerpo que se desplaza en el espacio y en el tiempo y que es retenido luego, en un instante, y es aislado en un espacio, y ofrecido más tarde como representación de un movimiento no siempre comprendido. Como en Duchamp, por ejemplo, y su ‘Nu descendant une escaliére’. Un desnudo que bajaba ya en 1912, y que aún lo sigue haciendo de forma ininterrupida e imparable. Como una acción que, iniciada, no cesa nunca.

La maduración de estas reflexiones a lo largo del siglo XIX, con el progreso de la óptica y con la irrupción de la fotografía, van a abrir toda una dimensión nueva sobre el relativismo de la mirada. Ofreciéndonos descomposiciones cromáticas, sensoriales o espaciales que reflejen, justamente, la dificultad de captar ese movimiento que sólo registran los ojos mecánicos. Todo ello jalona los movimientos Impresionistas,  Cubistas, Futuristas o Cinéticos que especulan sobre la captura del movimiento y sobre la aprensión de la luz, como forma extrema de otro movimiento intangible. La luz, dual como el agua: ésta forma y materia, aquella materia y energía. Existen, pese a todo, movimientos invisibles que dejan apenas huella de su paso y sólo son perceptibles en sus efectos o en los registros de la microbiología y de la física molecular. ¿Cómo se capta pictóricamente el viento, más allá de esas ramas agitadas de un árbol que resisten el embate de esa acción?, ¿cómo se acomete la pintura de la lluvia más allá de los restos mojados que quedan a su paso? Tal vez a la manera de Bresson, cuando en sus Notas sobre el cinematógrafo establece: “Traducir el viento invisible mediante el agua que esculpe a su paso[8]. Traducir la lengua extranjera del viento a otra reconocible, utilizando para ello la capacidad vaciadora del agua.   Aurora Fernández Polanco, en su texto El agua en la Pintura que acompañó la exposición Imágen del Agua[9], nos relata tres movimientos centrales en torno al agua. Movimientos que podríamos conectar con las posiciones de Kapp y de Hegel. Aquél con su división de la historia en tres fases; potámica, talásica y oceánica. Y éste con la descripción de la relación de una topografía y una forma de Espíritu y Estado: la meseta, el valle y la costa. Tres posiciones, pues del agua, como los tres estados de la materia en que puede presentarse. Fija, Fernández Polanco, un primer movimiento de aguas verticales -el pozo, la fuente, la lluvia-, un segundo movimiento horizontal -el lago, el río, el mar y el canal- y termina con un movimiento diagonal que exige una mirada oblicua y misteriosa. No se, si la ubicación de la lluvia es justamente la del paseo vertical del primer apartado, o si por contra merece estar alojada en la mirada oblicua que aplaza y atiende. Rara vez la lluvia verifica ese movimiento en posición vertical y en sentido inverso a la otra lluvia invertida que es la evaporación. Desde estas dudas de ubicación de la lluvia en el universo de las Aguas, se puede releer a Bachelard cuando apunta: “Hay gotas que cayendo del follaje después de la tormenta parpadean de igual modo y hacen temblar la luz y el cristal de las aguas. Al verlas, se les escucha temblar[10]. Como si las gotas, no participaran de las aguas horizontales, que son las que emergen en el texto anterior. Aguas aparcadas (ocultas o no) en posición de equilibrio o en movimiento; pero raraz vez el carácter temporal de las aguas verticales en movimiento (no es ya la cascada ni la catarata).

1809 Friedrich Monk by Thesea

Hay pintores que han indagado en la visibilidad – y en la invisibilidad- de la lluvia como asunto representado[11]; igual que lo han hecho con otros elementos de la meteorología y de la propia Naturaleza. Giorgone inaugura con La Tempestad de 1505, las anotaciones de la naturaleza en movimiento, justo en el instante antes de su comienzo, del comienzo de una tormenta. De igual forma, Poussin con El Diluvio de 1660, se aproxima al esfuerzo de representar lo invisible masivo, desde cierto desbordamiento de agua y de accidentes. Pero será, sobre todo, el siglo XIX el que nos ofrecerá múltiples ensayos de captura. Son los trabajos de Caspar Friedrich, de Turner, de Constable, de Courbet o de Monet. En todos ellos, y al margen de sus derivaciones estilísticas,  late el deseo de captar lo inasible, por medio de diferentes representaciones visivas o de diferentes convenciones. Más cerca aún de nosotros, podemos detectar la presencia y la continuidad del deseo  por representar el agua en movimiento y, consecuentemnte, de representar la lluvia, como suerte de un movimiento posible de ese agua misteriosa. Podemos rastrear los trabajos de Juan Navarro, de Fernando Zobel, de Paco Molina, de Oscar García Benedí y de  Miguel Barceló, entre otros próximos. Por no hablar de la serie del Equipo Crónica, denominada ejemplarmente La Lluvia. ¿La lluvia como sustancia de la Pintura? La peculiaridad de la lluvia al ser pintada es la de su invisibilidad que se hace visible  y patente en el cuadro mediante cualquier artificio de trazos repetidos o de tramas seriadas de líneas -ya rectas y verticales o ya inclinadas- que quieren ser y representar el trayecto que sigue la gota de agua en su caída o en su resultado final sobre el suelo.

1818 Gericault estudio nº 9 para Balsa de la Medusa

Otras veces, se opta por un difuminado de los contornos y las siluetas, aplicando un principio repetido de disolución de la nitidez de la mirada. Claro que esta técnica del esfumato, lo mismo valdría para un día brumoso o para  una visión de la  niebla ligera. Sabemos que el agua es incolora y por eso suponemos que la gota de agua que cae prolonga la cualidad de ausencia de color; aunque la realidad nos muestre que el cristal transparente que construye la lluvia produce, finalmente, esa alteración de las formas y de los colores, como si de una lente se tratara.

Valle Inclán en Flor de Santidad, nos dice casi lo mismo: la lluvia deslava los colores, los disuelve y hace que confundamos las cosas al perder su nitidez y su individualidad. Incluso esa idea de pérdida de nitidez asoma en el poema Final de lluvia de Eugenio Montejo.

Ya ennegrecen los árboles

sus ramas y sus flores

al final del aguacero”.

La lluvia escrita es esa marejada de olvido que todo lo agrupa y lo disuelve: pero ¿cómo se pinta la lluvia? Frente a la visión de Ortega (“Pero…llueve y el agua tiene un poder mágico de unir las cosas[12]) del agua unificadora, se presenta la otra visión del agua, y de la lluvia, disgregadora y disolvente. “El agua no se presenta simplemente como una materia amorfa, sino como la negación activa de toda materialidad y de toda forma[13]. Si se aplicara su esencia real , sobre el lienzo no percibiríamos más allá de unas manchas sutiles y ligeras de color impreciso que acaban por desaparecer. Con todo ello, queda patente, o queda más patente que en otras ocasiones, la convención de toda representación visiva. Son pactos establecidos para representar y para obtener un sentido de lo representado. Una dificultad parecida se encuentra en la representación de grandes masas de agua; ya que el agua en quietud y más en movimiento, no sólo carece de color sino que adopta muchos colores. Estos varían y dependen de la profundidad de la masa de agua, de las carácteristicas de su cauce, de  la incidencia de la radiación solar  sobre el lecho y sobre la lámina y de la luminosidad del aire; siendo posible barrer una gama de matices que circulan desde los grises sucios a los azules turquesas, pasando por, el así llamado, verde mar que a su vez son muchos verdes mezclados. Porque nuevamente no hay una posibilidad de rastrear dos mares que representen y reflejen el mismo color que le hemos dado; de la misma forma que no hay posibilidad de acceder dos veces al mismo rio, como quiso Heráclito.

1826 John Constable Mar cerca de Brighton

La esencia de la lluvia es su imperceptibilidad visual: algo que se ve poco y mal, pero que se sabe que está ahí. El trabajo de la lluvia sobre la percepción es la  labor de algo que se nota y se siente -llega a mojarnos la cara y las manos o la ropa-, pero que apenas se ve, o incluso que no se ve. Esta característica de invisibilidad, enlaza a la lluvia con el tiempo, que también es algo que sabemos que está y pasa, pero que rara vez vemos. Por eso, para mirar estas realidades difíciles de captar, precisamos extremar la excepcionalidad del punto de vista. Más aún, serán visibles, el tiempo y la lluvia, cuando nos apartemos de una mirada convencional y tópica, que nos permita asumir un punto de vista descentrado o, si se quiere, excéntrico Por eso es frecuente situarnos buscando un contraluz -la luz al fondo, entre la lluvia y la mirada, o la luz vista desde la oscuridad que es su reverso invertido- para advertir no tanto su color como su caida y su movimiento.  De igual forma el contraluz o la contrafigura, que nos permite ver el tiempo, se produce desde la radicalidad de la muerte sentida como tiempo clausurado y como exclusión de su contabilidad. Esa muerte, es la oscuridad que nos permite ver -como un contraste- la claridad opuesta que marca el paso del tiempo.

1877 Caillebote, Calle de París en un día de lluvia.

Existen movimientos invisibles que dejan apenas huella de su paso y sólo son perceptibles en su efectos. ¿Cómo se pugna por representar pictóricamente el viento, más allá de ramas agitadas, de humo racheado, de árboles caídos que ya no resisten el embate de esa acción desmedida?, ¿cómo se acomete pintar la lluvia, si el secado posterior de los restos mojados dictará su desaparición y el Sol lavará y se llevará todos los recuerdos?. Aurora Fernández Polanco, en su texto ya citado comenta algunas dificultades: “La mirada que se dispone a taxonomizar las imágenes del agua sabe que deberá contrastarlas, necesaria e inconscientemente, contra todo un horizonte simbólico puesto que todavía vivimos la imagen del agua de modo sintético…Los ojos escrutadores del Museo Imaginario están solos, sin boca, sin lengua, sin olfato, sin tacto, ayudados únicamente por las sensaciones que le han dejado flotar las correspondencias”. Su propuesta de los tres movimientos exploratorios comentados antes, nos permite sortear diversos itinerarios que prolongan la ventana de Alberti, el cristal de Leonardo y los espejos del Manierismo. Porque todo ello -ventana, cristal y espejo- aletean en el agua que puede ser espejo evidente de Narciso; cristal singular de fondos visibles y potencial ventana. Sin olvidar otras posibilidades: desde la ducha como agua canalizada, que emerge como una lluvia artifical; hasta los riegos agrícolas que son o quieren ser otra suerte de lluvia programada como un hisopo mecánico; pasando por el territorio emblemático de albercas, estanques y piscinas. Territorios con sus consecuencias pictóricas rastreables, desde la temprana lluvia de Danae en forma de oro, a los estanques y acequías de Rusiñol; acabando en las duchas de García Benedí y en las piscinas planas de David Hockney. Para descubrir, finalmente, la intemporalidad delatada por John Berger al fijar: “en el reino de lo visible las cosas coexisten fraternalmente aunque estén separadas por siglos o milenios”.

Hay pintores que han indagado en la visibilidad – y en la invisibilidad- de la lluvia como asunto representado desde la prolongación de las aguas y desde su tiempo mudo. El Giorgone y su cuadro La Tempestad, marca las anotaciones de la naturaleza en un movimiento congelado, justo en el instante antes de su comienzo, en un tiempo inapreciable. ¿Qué mira la joven que amamanta al niño y qué mira el viajero que detiene su mirada en la escena materna, mientras detrás se atisba ya el rayo que avisa de la tempestad? De igual forma, Poussin y su Diluvio se aproxima al esfuerzo de representar lo invisible que se materializa en el agua excesiva. Pero será sobre todo, el siglo XIX el que nos ofrecerá múltiples ensayos de captura[14]. Son los trabajos de Friedrich (Monje a orillas del mar, de 1810), de Turner (Lluvia, vapor y velocidad, de 1844), de Constable (Estudio de mar y cielo, de 1822), de Courbet (Mar tormentoso, de 1805) o de Monet (Estudio de agua de 1914). En todos ellos, y al margen de sus derivaciones estilísticas, late el deseo de captar lo inasible, por medio de diferentes representaciones visivas.

1878 John Grimshaw, Liverpool.

¿Cual es la unión que la lluvia verifica en la representación hablada?, ¿donde radica su poder sintáctico y su fuerza cohesiva? Ya García Hernández nos avisaba, al leer La gran ola de Kanagawa de Hokusai: “Ese lugar es algo más que nada sin dejar de ser nada: es un mecanismo sintáctico de cohesión y, al mismo tiempo, un instrumento de la memoria: por él los ojos van y vienen de la ola al Fuji y de ésta a la ola, como del ojo a la hoja…[15]. Cohesión y memoria como hitos representativos, pero también como construcción de esa misma memoria y de su mirada retrospectiva. La cita de Valle Inclán de páginas atrás, no explicita la causa de la lluvia sobre los colores, sino su efecto. Deslavar colores, puede ser, también, fruto de una lejía intensa o de un disolvente enérgico; pero nunca nos dará tal posibilidad reductora del cromatismo, la razón de ser de la lluvia. De igual forma, que el viento y sus efectos destructivos, no nos permitirán conocer su entraña, ya devoradora, ya vivificadora. Si la lluvia en el lenguaje –más allá de la inmediata designación climática– no produce esa unión –cohesiva y sintáctica– querida por Juan Navarro Baldeweg, habrá que indagar en sus recursos, para resituar su valor de representación. La acepción usual de la lluvia, admite una diversidad de registros y voces que se mueven en función de su intensidad; esta variabilidad nos permite citar el aguacero, la garúa, el chaparrón, la llovizna, el chubasco, el turbión y el temporal. Por no incluir esa nómina de designaciones locales que idean expresiones variables –pero no universales– como el orballo, el sirimiri y hasta el calabobos. Similar sería la indagación producida sobre el viento: sus designaciones aclaran una potencia, una fuerza, una velocidad, pero nunca un contenido. Serán vientos diversos nominados como huracán, o como brisa; golpes siniestros que responden como vendaval o como tifón. También toda la gama de vientos locales, con diversidad de matices que aluden a su orientación geográfica o a su porfía dominante: levantes, terrales, simunes, ábregos, garbís, cierzos o solanos. Todas ellas, designaciones de potencia o de procedencia más que de cualidad, tanto de la lluvia como del viento.

1967 David hockney, Biggersplash

La cualidad emerge con nitídez, cuando aludimos a la lluvia por excelencia, a la lluvia excesiva, a la lluvia con potencia y con duración. Esta manifestación, conocida como diluvio[16], constituye un episodio bíblico fantástico y encarna el castigo que Jehová inflinge al género humano y quiebra el pacto de la Antigua Alianza entre Dios y los hombres. Pero no son estas las razones que quiero subrayar, sino la equívoca significación del termino diluvio, situado en proximidad de los conceptos de dilucción. Diluir, ciertamente, supone añadir un líquido en una disolución que se ha construido  mediante una estrategia disolvente: disolviendo en el líquido un sólido, un gas u otro líquido. “Se comprende, pues, que el fenómeno de la disolución de los sólidos en el agua sea uno de los principales fenómenos de esta química ingenua que sigue siendo la química del sentido común y que, con que se sueñe un poco es la química de los poetas[17].   Disolver, desde esta óptica, es el resultado de la desunión de las párticulas del soluto, de forma que queden incorporadas al disolvente; extinguiendo su huella y su presencia y abandonando su recuerdo. Por eso manifiesta Bachelard, a propósito del agua. “más que el martillo, aniquila las tierras, ablanda las sustancias[18] Por ello, hablamos de disolver –más allá de los procesos físico-químicos– como de un rompimiento de los lazos de las cosas que estaban unidas de cualquier forma y de los lazos que vinculaban a las personas entre sí; también en la disolución encontramos la acepción de la relajación de vidas y costumbres y más allá, incluso, la destrucción, el aniquilamiento.

1980 Juan Navarro Baldeweg, Lluvia y lunas.

La lluvia excesiva, su intemperancia en forma de diluvio, comporta una dimensión de fractura, nunca de cohesión ni de enlace. Se quiebra el pacto de la religión judaíca con el castigo divino y se olvida la existencia de la tierra como soporte de toda actividad. No perdaís de vista el suelo, nos advertía Juan de Mairena, porque él da la medida de nuestra entidad. La metáfora del Arca de Noé, no es la de un salvamento vertiginoso, sino la de un Orden Nuevo que emerge de las aguas que han purificado la Tierra y han propalado el olvido de su anterior situación y el hundimiento de su fertilidad agrícola. Visible, el tal Orden Nuevo, en la propia designación del artilugio naviero: no se llama barco, ni barca, ni balsa como sería lo normal y frecuente; se admite su designación como Arca, para contraponerla al Arca de la Alianza que asentaba un Orden inmemorial y eterno. “Lejos de concebir el diluvio como cataclismo que sólo habría dejado un montón de ruinas, Woodward lo consideraba como una catástrofe necesaria para nuestra felicidad. Después de la disolución de la tierra primitiva, bajo las olas del océano diluviano, Dios remodeló la tierra adaptándola a la nueva fragilidad humana[19]. La lluvia excesiva, no cementa la cohesión de las cosas y sus relaciones, ni cimienta ningún orden nuevo, diferente al que se acaba de destruir con el arrastre de cosechas, bienes, artefactos y tierras anegadas. Por que el Orden Nuevo, es un orden temeroso y asustado de la potencia de lo inmaterial –las aguas– y de la impiedad de lo cultural –Jehová– que castiga, disuelve y olvida. Hasta la Geología acepta la designación del orden diluvial, como aquel producido por el arrastre de dépositos materiales merced al flujo y al arrastre de las aguas. Si geológicamente se admite una organización, fruto del impulso de las lluvias excesivas, culturalmente ese impulso creciente sólo capacita para el olvido.

1990 Miquel barceló, Diluvio.

La otra acepción olvidada, por antigua, de la palabra diluir, retoma su esencia latina del verbo  delusus-ere: burlado. El dilusivo es el que tiene la facultad de diluir; pero ahora diluir –derivado de deludere– nos indica el engaño y la  burla no el hundimiento de la cohesión y sus vínculos . Diluir participa, por tanto, de la disolución que disgrega y del engaño que es un ocultamiento. El diluvio, más allá de las referencias anteriores, es una forma de ocultar lo que las aguan sepultan, pero ¿y el engaño o la burla, donde se fundamentan? ¿Será el engaño la cohesión invisible de la lluvia, por más que se manifieste como disolución implacable? Y si ello fuera así,  ¿será la lluvia y será el viento, fuentes de unificación de un universo que se ordena bajo otros principios distintos a los establecidos? Si el agua designa a lo informe, porque se acomoda  a la forma del recipiente y el viento carece de morfología y de dimensión, ¿qué cohesión y qué sintaxis, pueden aportar tales elementos, más allá del arrastre material y de la disgregación de las partículas ? La unidad que aporta la mirada y su representación, a la acción del viento y al trabajo de la lluvia, es una unidad fingida desde un sentido cultural que quiere ordenar el caos de lo natural y el olvido de lo eviterno. Aunque también, con Walter Benjamin, si “la mirada es el poso del hombre”; habrá que admitir que la mirada es el sedimento de lo que no se diluye, ni se disuelve. Esto es de aquello que resiste el desgaste del agua y que, por ende permanece.

José Rivero Serrano. Arquitecto.

 

[1] Duque F. El fondo del agua. Revista de Occidente, nº 306, 2006. Páginas 89-110.

[2] Como dan cuenta las investigaciones de la Universidad de California. Grau A. El misterio de las gotas de lluvia. ABC, 16 diciembre 2006. “Ya no basta con decir que el agua se evapora de los mares y los rios por el calor, por el frío se condensa, formando nubes, cae y ya está

[3] Eco U. Érase una vez el agua. Revista de Occidente, nº 306, 2006.

[4] Bachelard G. El agua y los sueños. Fondo de Cultura Económica, México, 1978. Página 36.

[5]  El número 306 de Revista de Occidente, de noviembre de 2006, se presenta monográficamente bajo el enunciado de Los sentidos del agua.

[6] García Hernández M.A. Prefacio, en González A. El resto. Una historia invisible  del arte contemporáneo. Museo Bellas Artes de Bilbaoo y MNCARS.Bilbao, 2000. Páginas 13 a 43.

[7] Ibídem. Página 37.

[8] Cit. Zunzunegui S. Largo sueño del agua. Revista de Occidente, nº 306, 2006. Páginas 238-244.

[9] Fernández Polanco A. El agua en la Pintura, en La imagen del agua. CEHOPU. Madrid, 1997.

[10] Bachelard G. Op. cit.

[11] Calabrese O. La forma del agua. O como se liquida la representación en elarte contenporáneo. Revista de Occidente, nº 306, 2006. Páginas 189-219.

[12] Ortega y Gasset J. Notas del vago estío. El espectador, 1927.

[13] Duque F. El fondo del agua. Op. Cit.

[14] Honour H. El romanticismo. Alianza, Madrid, 1998. Sobre todo el capítulo 3, La moral del paisaje.

[15] García Hernández M.A. Op. Cit. Página 37.

[16] Waldmann S. Diluvios, naufragios y aguas mansas. El agua como motivo pictórico en el arte. Revista de Occidente, nº 306, 2006. Páginas 172-186.

[17] Bachelard G. Op. Cit. Página 144-145.

[18] Bachelard G. Op. Cit. Página 162.

[19]  Corbin A. El territorio del vacio. Occidente y la invención de la playa (1750-1840). Mondadori, Madrid, 1993. Página 43 y 44.

 

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