En la Vega Baja de Toledo hay un circo romano del siglo primero. A su espalda está el colegio Carlos III, por encima, atravesando la calle del mismo nombre, encaramada, la Venta de Aires; allí asoma el arco central del circo conviviendo con contenedores de basura y un centro de transformación, más abajo está la ermita del Cristo de la Vega, los restos de un camping abandonado, también el río Tajo, ahí al lado, oculto, pareciera esconderse de la vergüenza de ir sucio y desnudo de agua, una senda que lo recorre; la Fábrica de Armas, hoy campus universitario, un puente que cruza al parque de los Polvorines, los viveros forestales, un conjunto de viviendas con una clínica, San Pedro el Verde aislado en una península, el Poblado Obrero, la plaza de la Calera y una escuela de amplios porches; a oeste, la traseras del barrio de Santa Teresa, una iglesia de hormigón, aparcamientos tiznaos de negro que disuaden, el colegio de las Carmelitas sobre los restos de un teatro romano y terminada la vista de 360,º el Campo Escolar con sus pinos carrascos centenarios. Todos estos elementos rodean un espacio vacío que custodia en su suelo un suburbium, parte de la explicación a esa etapa oscura de la historia de la ciudad, el alto medievo, donde la cultura clásica fue reemplazada por la imposición y pugna de las dos grandes religiones monoteístas que acabarían dando forma a la ciudad.
Si alzamos la vista, aparecen cortando el cielo los tejados enlutados del Hospital de Tavera y los amarillos de las casas sobre la muralla, de Bisagra al Cambrón; los conventos uno detrás de otro en lo alto, el Nuncio y San Juan de los Reyes; al fondo otro paisaje, el verde seco, encendido por los cigarrales dispersos. A los pies de la muralla una zigzagueante calle-escalera cose en Recaredo la ciudad vieja con la vega.
Hay personas que al atardecer hacen la terapia del paseo por la avenida Más del Rivero, otros running por la senda ecológica, más de cuatro mil estudiantes van y vienen a la universidad atravesando rotondas y descampados, unas alambradas impiden cruzar de un lado a otro, otras no dejan acercarse al río, los conductores noveles arrancan donde estuvo la arena del circo. De noche los macroaparcamientos se transforman en vacíos inhóspitos como los de un hipermercado cerrado. También hay ausencias: los campos de maíz, el campo de futbol del Santa, los campos de tenis, la piscina y las caravanas de turistas en el camping del Circo. Otras aún viven en la memoria: los cines de invierno y verano, las películas de James Bond, los rondines y sus tiros de sal, durante los días laborales de la semana la sirena de la Fábrica de Armas poniendo hora a la ciudad.
La ciudad es el mejor de los inventos de la civilización, un conjunto de hombres y mujeres organizados en un proyecto de inteligencia colectiva para estructurar, construir y compartir un espacio común. Por eso, son erróneos y han fallado los intentos recientes de explicar y hacer ciudad tan solo como una suma ponderada de alturas, volúmenes, densidades y aprovechamientos en manos de especuladores. De este tipo de ciudad ya tenemos bastante y si no lo cree haga el ejercicio de subir por las escaleras de Recaredo y desde arriba, en el mirador, observar la misérrima mala vista de la ciudad nueva; una montonera de hipotecas apiladas. El desafío que se nos presenta es, después de años de incuria, ¿qué hacer con la Vega Baja? ¿Qué hacer con este sorprendente y complejo espacio vacío de oportunidad que ya quisieran para sí otras ciudades?
El trabajo del arquitecto es en primer lugar de observación, mirar y ver, ver lo que se ve. La buena arquitectura tiene la virtud de hacernos visible lo invisible, sencillo lo complejo. En la Vega Baja el grueso del trabajo ya está construido por el tiempo, el arquitecto de los lugares, tan solo hay que desvelar lo que ya hay y construir lo imprescindible: limpiar la herida, coser los abundantes tejidos urbanos y de la memoria y evitar los excesos. Hoy la arquitectura, también el urbanismo, que son lo mismo, deberían ir en Vega Baja y en toda la ciudad por un camino nuevo: pensar en las personas, pensar más y hacer menos, lo imprescindible, recomponer con inteligencia el espacio común, el paisaje urbano.
José Ramón de la Cal, arquitecto.