El viajero lleva en su mochila una libreta y un lapicero, y va anotando lo que ve, escucha y sienta. Anota sus reflexiones, en forma de poemas, canciones y dibujos. En el hostal Prickly, en Villacañas, antes de dormir organiza en haikus algunas de las notas que tomó el día anterior.
AMAPOLAS
Rojo pálido,
la textura del rubor
grito callado.
TRIGO Y CEBADA
Cañas livianas
alzan al sol el grano
que el viento mece.
De Villacañas a Tembleque
En el hostal Prickly el desayuno es un café con leche y tostadas huérfanas de compañía. Entra, con mochila grande, un caminante francés y el ventero le dice que los desayunos solo son para los clientes del hostal. El viajero le hace un gesto de reproche y el ventero se aviene a hacer el desayuno extra. Cruzan cuatro palabras en la puerta, el francés está sorprendido de la cantidad de fiestas con santos y vírgenes que hay por todos los sitios que pasa.
A las siete y media ya está andando, aunque la etapa de hoy es solo de veinte quilómetros. Hace el recorrido de un tirón porque la lluvia amenaza, pero solo descarga un poco cuando ya está llegando. El trigo y los olivos brillan sobre el fondo negro de la tormenta. El suelo está mullido. Parece magia, el viajero no alcanza, ni siquiera llega a ver, a un caminante mayor que ha salido por delante, y a él no le alcanza el joven que ha salido detrás. Como si el camino fuera un corredor individual o los demás invisibles. Como magia es que las nubes que vienen amenazantes se difuminen cuando están sobre él.
El viajero contaría después que una de las sensaciones más bonitas que ha tenido en el camino han sido las torres de las iglesias como referencias. Si miras atrás es lo último que se ve del pueblo del que vienes, y cuando dejas de verlas ya ves la del pueblo al que vas. Es una sensación antigua, una dimensión humana del viaje, que se ha repetido muchas veces.
A las doce ya está en el hostal La Posada y tiene el resto del día para escribir y descansar. El camino y el equipaje son todas sus preocupaciones. Reponer una aspirina, lavar una camiseta, comer, descansar. Tres semanas lleva así. Se asienta en él la sensación de no ser de ninguna parte, de no querer estar en ningún lugar, ni en la ciudad ni en el camino. Pero deseando volver a uno u otro lugar.
Tembleque está limpio y vacío. Sugiere buen vivir y, sin embargo, tiene una sensación triste. En la biblioteca, tan bonita, solo unos niños juegan. En el bar del hotel, un pequeño grupo de parroquianos, tres o cuatro, aburridísimos ve una corrida aburridísima.
La cultura rural perdida, poco trabajo. Toros, santos, vírgenes, fútbol, banderas (con frecuencia mezcladas: un santo y una bandera; un toro y una bandera, un santo y un toro, una virgen y un equipo de fútbol) como señas de identidad. ¿Quién aguanta? Quienes se van a la ciudad solo se llevan ese patrimonio y esa nostalgia.
Llegan al hotel una pareja de alemanes que ya había visto al principio de su viaje. Miran indiferentes la televisión un rato. El viajero no consigue convencer al hostelero de que le haga un bocadillo de salchichón sin esperar a que abran la cocina a las nueve.
De Tembleque a Mora
Tal vez sea porque el terreno le resulta familiar y se está confiando por la proximidad de Toledo, dejando que las piernas le guíen, sin mirar los mapas. El caso es que se ha perdido varias veces y, se ha visto deambulando, con el barro arcilloso pegado a la suela de las zapatillas, sin rumbo, buscando referencias de caminos, carreteras o torres. En un momento en que se ve metido en un huerto, al borde de un terraplén, imposible que ese sea el buen camino, decide seguir por la carretera y camina más de cinco kilómetros por un arcén, siguiendo las indicaciones del tráfico rodado. Cuando está llegando a Mora comienza a llover.
La entrada a Mora se hace oliendo a aceitunas machacadas, a aceite primario. Toda la población huele así. Mora es como una capital de provincia pequeña. No da sensación de pueblo. Tiene buenos bares y restaurantes. Tiene cosas bonitas, pero no es bonito.
La iglesia en medio de la plaza grande es como la iglesia de todas las batallas. Está llena de alusiones a guerras y muertos. Da lo mismo una placa con alusiones a los Comuneros que a los vecinos de Mora muertos en alguna guerra de África. Insultante es el monumento a los caídos de la guerra civil de 1936. Con todos sus símbolos fascistas: yugo y flechas, aguilucho franquista y el aspa tradicionalista. Todo sobre una cruz. No es el primer túmulo de este tipo que encuentra. ¿Quién gobierna aquí? ¿Quién lo permite?
El hostal El Toledano es un modelo de negocio oportuno. El dueño sabe que hay un flujo de caminantes creciente y ha habilitado un espacio modesto para ellos. Es un piso, con habitaciones de dudosa limpieza y el baño, sin embargo, impoluto. El dueño es enrollado, te regala agua y fruta y trata a los viajeros con desparpajo, dejando que gestionen ellos la estancia.
De Mora a Toledo
Los cuarenta quilómetros de la jornada de hoy asustan, por eso el viajero se levanta a las seis. Está seguro de que va a tener buen viaje. Prepara el equipaje sin preocuparse de la lluvia y acierta. Llega a Mascaraque sin mirar los mapas y se despista. Es muy pronto, todo está cerrado y no hay nadie a quien preguntar y callejea sin acertar con la salida hacia Almonacid. Sabe que tiene que caminar hacia el oeste y se preocupa de llevar la sombra por delante. Con eso es suficiente.
Almonacid tiene un castillo que se ve desde Toledo. Así de cerca está ya. Al entrar al pueblo mantiene una conversación con un anciano que no se sorprende de su largo caminar. Lo único que quiere saber es si él trabaja en la Ford, como su hijo. Luego, en la salida del pueblo, hay un café abierto en el que el dueño y tres parroquianos cotillean a voces de alguien que se casó por dinero y de una morenaza de bandera con la que además de hablar se puede follar. Una mujer callada barre un suelo de mierda antigua, de gente mala.
Entre Almonacid y Nambroca hay un tramo de coto que al viajero le recuerda sus correrías juveniles por la finca toledana de Los Alijares. Tomillo a degüello, como antaño. Al viajero le asalta una sensación que se detiene y escribe,
Cuando lo rozas
con descuido al pasar
grita su nombre.
El terreno de cuarzo y ríos de hormigas. Un lagarto enorme levanta la cabeza ante él y le parece el dragón de un cuento. Antes de llegar a Nambroca se sienta, come y se descalza. Al reanudar la marcha toca la armónica, que hacía días que no tocaba, y canta en voz alta.
El viajero lleva días parándose ante las representaciones monumentales de Cervantes y los personajes de su obra. Parecen, por la mala factura estética, una venganza hacia Cervantes por la burla que hace de ellos en Don Quijote. Son terribles iconos, de diversos hierros y hojalata, que representan una identidad cultural de tópicos. Una imagen muerta de la cultura que intenta suplir el esfuerzo de crear cultura viva. Bien harían en venderlos para chatarra y empezar de cero.
Creía que desde Nambroca los caminos le resultarían familiares, pero no es así y, hasta Burguillos, va por un camino que nunca antes recorrió. Es sábado y hay toledanos paseando o en bici por los andurriales.
En Burguillos le reciben sus amigos y terminan el camino juntos. El viajero no para de hablar y siente que seguirá en el camino varios días. Podría escribirlo, piensa, terminaré el camino cuando lo cuente.
Deportes y Diversiones: Luis Antolin blogspot
Fotografías del autor.
Hay una versión completa de el diario de este viaje en el blog De Valencia a Toledo andando, y en De Palencia a Toledo andando.