Primavera en Nueva York. Primavera en París, que por la mitología que la acompaña nos hemos acostumbrado a creer que es mágica. Y, probablemente, primavera en Madrid, aunque por los condicionantes climatológicos nunca tengamos claro si es primavera veraniega o un invierno atenuado. En la primavera de Nueva York, de 1917, pasean tres hombres, uno de ellos francés. Lleva dos años en la ciudad y cada día los edificios, “orgullosos, imponentes, una unidad sin líneas discrepantes”, como había enunciado Louis Sullivan en su artículo “Consideraciones sobre el arte de los edificios altos de oficinas”, de 1896, le parecen un parque de esculturas modernas, atravesado por espectadores que se mueven eléctricamente de un lugar hacia otro. El recorrido es largo y con distracciones sobreactuadas del francés. Caminan por la Quinta Avenida. Es un espacio que eleva el espíritu, comenta el personaje rotundo.
En ese deambular lúdico, los hombres se paran en el número 118, un almacén del Sr. J. L. Mott. Dentro, el francés se dedica a buscar y rebuscar entre los objetos allí amontonados. Los hombres que le acompañan se llaman Joseph Stella Y Walter Arensberg. Desde algo más lejos sonríen y disfrutan con la búsqueda teatralizada de su compañero. En un momento queda quieto y señala un objeto de porcelana. El empleado informa a Marcel Duchamp, que es el nombre real del francés, que el urinario de caballeros que ha seleccionado pertenece al modelo “Bedfordshire”. Lo que viene después son historias sabidas. ¿O no?
Cuenta una de las historias que los tres amigos suben a un taxi, mientras Duchamp contempla obsesivamente el objeto adquirido. En el estudio voltea una y otra vez el urinario de porcelana. Colocado del revés se perciben más que sugerentes alusiones sexuales. Es una obra ya construida. Solo faltan pequeños detalles para que se convierta en arte. Firma el objeto con el nombre de R. Mutt, en alusión al propietario del almacén, añade el año, 1917 y le pone nombre: “Fuente”. Envía lo que denomina un “redymade” a la Sociedad de Artistas Independientes para que la incluyan en la Exposición que se inaugurará el 9 de abril de ese mismo año. La obra no es aceptada por quienes han actuado como jurado seleccionador. Desaparecerá sin haber sido contemplada. Otra historia cuenta que la adquiere Walter Arensberg, sin que se sepa cuál fue su destino. Otra distinta que uno de los miembros de aquel jurado instrumental la destruye. No importa. Cuantas más zonas oscuras se incorporen, mejor. Más engordará la leyenda. El dadaísmo, que se iniciara en Suiza en 1916, ha triunfado en Nueva York. El famoso fotógrafo y galerista neoyorquino, Alfred Stieglitz, amigo del francés, la ha fotografiado. De la primera obra original se pierde la pista. Solo existe la fotografía. Eso sí, se exhiben por el mundo, al menos, quince obras iguales. Solo es cuestión de copiar la fotografía. El invento se convertirá en un éxito conceptualizado y mercantilizado.
Una historia diferente cuenta que aquel urinario de caballeros, presentado como escultura, pudo ser la creación provocadora de la poeta, artista de vodevil y modelo, baronesa Elsa von Freytag–Loringhoven. Duchamp se habría apropiado de la obra de la mujer después de su muerte. El resto también es historia de la que nacen otras varias. La historia de una ciudad, Nueva York, y de un país que terminará suplantando a Paris como espacio mítico de creación del arte más innovador y más moderno. La historia de Stieglitz y el propio Duchamp, una vez más con un nombre inventado, organizando una operación publicitaria de alcance universal. A ellos se unirá la artista y crítica de arte Louise Norton.
A las anteriores historias se unirá la historia de cómo se empezó a hablar de subversión artística, de cuestionamiento de la autoría, de la necesidad de abordar el nuevo arte en un ambiente diferente al mantenido por los seguidores del clasicismo ortodoxo. La osadía escultural cuestionaba la idea de arte tal como la entendían académicos y críticos de arte. Cuestionaba el propio papel del artista como manifestación de un individuo por encima de sus conciudadanos.
La discusión aparecía en medio de un ambiente propicio en el que se planteaba que los Estados Unidos habían dejado de lado el arte por los negocios y las urgencias materiales de los pioneros. Todo lo que merecía la pena provenía de Francia. “Puede –escribía el pintor norteamericano William J. Glackens– que el país, en pleno proceso de construcción, no haya tenido tiempo para el arte. Puede que el atractivo del dinero haya ejercido una influencia excesiva….Y puede que nuestros hombres más vigorosos no hayan tenido tiempo para el arte… Pero inoculad en nuestro arte la energía que se aprecia en cualquier otro ámbito y no me sorprendería que algún día fuéramos los dueños del mundo”. Duchamp se colocó en el epicentro de este debate. No mucho mas tarde los deseos de Glackens se harían realidad.
Y queda la última, que no la única, de esas historias. La de averiguar si Duchamp y sus amigos formaron un equipo de timadores formidables que condicionarían todo el arte contemporáneo. Y sí en el otro lado nos situamos el resto, los timados, gentes educadas para aceptar lo que se imponga entre las mayorías influyentes. Repetición de los antiguos cánones y ortodoxias que se habían intentado enterrar.
Cien años más tarde aún seguimos dando vueltas a un objeto de porcelana con fuertes connotaciones sexuales, firmado por R. Mutt, un nombre inventado. Un urinario de caballeros, comprado en un almacén de la Quinta Avenida en la primavera de Nueva York de 1917, fotografiado por una marchante de arte, resultó ser un acto que cambió nuestros relatos –y son innumerables- sobre el arte, lo artístico, la belleza y sus fines.
Jesús Fuentes Lázaro