Lucy un homínido de hace 3,2 millones de años, de la especie Australopithecus afarensis, que debe su nombre a una canción de los Beatles, ya caminaba erguida. Hasta el descubrimiento de Lucy se pensaba que el desarrollo de un cerebro grande o la fabricación y utilización de herramientas de piedra era la innovación fundamental que establecía el comienzo de los homínidos, diferenciándolos de los simios. Pero éstos llegaron mucho más tarde, mucho después de las influencias transformadoras de la bipedalidad. El abandono de los árboles y la postura bípeda, en pie, fue determinante en la evolución de la especie humana. Antropólogos y biólogos aún no se ponen de acuerdo en qué desencadenó esta transformación. Unos defienden que la posición erguida permite una mejor defensa al dejar libres las extremidades delanteras y ganar altura. Para otros la elevación del punto de vista permitía otear sobre las hierbas de la sabana, tener una visión más lejana y por tanto un mejor dominio del territorio. Unas interpretaciones ahondan en la irracionalidad primitiva y otras en la evolución de un ser que quiere ver más lejos, que descubre un universo por aprehender. Y aún el hombre se divide ideológicamente entre los de pensamiento pragmático primario, reptiliano, y los que tienen el ideal de cambiar el mundo, de construir un futuro mejor sobre el respeto a las huellas del pasado.
Caminar erguido, elevar el punto de vista y liberar las extremidades superiores aumentó las posibles experiencias de los homínidos. Ponerse en pie y plantarse sobre el suelo es el hecho que desencadenó la civilización, el proyecto del hombre, en el que aún andamos metidos. Al alzar la vista, por encima de las hierbas secas de la sabana, Lucy en pie descubrió el horizonte y un irremediable instinto de caminar hacia él.
El suelo donde ponemos los pies, nuestro contacto físico con la Tierra, es determinante y habla del hombre que la habita. La percusión de las pisadas y el crujir de un suelo de madera nos traslada mentalmente al cálido hogar, a la casa ancestral, a la cabaña. El amortiguado suelo de las alfombras nos lleva a lugares en silencio. El duro y frío suelo de piedra se impone en los lugares más monumentales. Las irregularidades del canto rodado nos hacen andar con más cuidado, más despacio, ralentizar el tiempo. El adoquinado suena en la ciudad como vibran sus juntas. El asfalto negro calentado por el sol hace dúctiles y pegajosas las pisadas. El resbaladizo suelo del puente de Plaza de Roma en la entrada a Venecia nos crea inútilmente inestabilidad. La arena de la playa nos hunde en la Tierra y nos une a ella. Cada material que hace un suelo nos habla y dice cosas, incluso, además, si está bien pensado puede hacer más confortable nuestra vida. Así podríamos decir que el suelo de una ciudad habla de ella. La calzada portuguesa de adoquín menudo en Lisboa, la taracea de la Plaza del Popolo en Siena, el pavés de París, los rojos y húmedos suelos de Amsterdan, la subida de los Propileos de Pitkionis hecha con los desechos de la Acrópolis en Atenas, los enmorillados medievales de Castilla; las mejores ciudades, las que tienen una identidad única suelen tener un buen suelo y lo cuidan. Un buen ejemplo son los enlosados de Santiago cuidados con esmero. El programa municipal A pedras que pisas (Las piedras que pisas) se ocupa en Santiago de esa otra fachada de la ciudad por la que se camina, donde también cada una de sus piedras guarda algo de su historia.
Nada que ver con las recientes obras de pavimentación en la cuesta de Carlos V en Toledo. Unas obras en la que se sustituyen los enlosados de cantería y calzada de adoquín por un vulgar chapado de plaquetas y hormigón tiznado de negro que imita adoquines. Lo nuevo hurta y asola el valor de lo existente. La delicadeza del tallado único de cada una de esas losas de granito, hoy `demolidas´, donde se veía la mano artesanal del cantero que le dio forma, sustituidas por el anonimato de la comercial y repetitiva plaqueta. Los nobles adoquines del mismo granito que se alza en los sillares de la catedral sustituidos por un parche de calzada negra, que con remordimiento simula a quién allí estuvo en su lugar.
Hoy la ciudad necesita más reparaciones y menos sustituciones. Es más barato y ahuyenta repetir los errores pasados. El reciclado del material ya existente hubiera disminuido el coste en material y habría aumentado la carga de la mano de obra necesaria. El beneficio que produce una obra pública se habría repartido mejor, habría sido más sostenible y eficaz. Sería interesante conocer cuál fue la ponencia técnica de la Comisión de Patrimonio, encargada de cuidar de la ciudad. De cuidar también de esas piedras concertadas en el suelo desde hace más de cien años y que ahora descansan olvidadas en algún vertedero. Si dijo algo de las piedras que pisábamos, de los bordillos bajos y romos desgastados por el paso del tiempo, por tantas pisadas, frente a la arista viva del nuevo, más alto e inaccesible. El bordillo, un `alien´, importado de las urbanizaciones modernas, anacrónico en la ciudad vieja, que transforma la calle en carretera. Que recluye, estrecha y aprieta a las personas a los laterales y otorga la centralidad y el eje de la calle al automóvil. La supresión de todos los bordillos devolvería a los ciudadanos el espacio robado en la ciudad histórica, además de hacerla realmente accesible. Invertir las reglas del juego, primero las personas y después los coches, hubiese sido una buena opción. Devolver el protagonismo en el espacio público, hoy tan necesario, a los ciudadanos, sería ejemplar.
Si la cultura de una ciudad se mide por la altura de sus bordillos, en la cuesta de Carlos V hemos caminado tres pasos atrás.
Lope González Palomeque