Acaba el último cuatrienio político en la corte de la Sedes Regia escenificado en el teatro del Corpus toledano. El diario La Tribuna concita a la Tarasca civil en el Miradero -lugar donde se mira- donde se da inicio a una semana de aromas y orden católico: de pecados, condenas, perdones y transfiguración por gloria divina. En el convite la Tarasca se hace visible, arropada de un corpus ecléctico de obras de arte, entre un decimonónico Hospital de Santa Cruz y la singular rareza de la colección inquilina del Hospital de Santa Fe, que a la larga solo podrán ser cruz y fe juntas.
Allí estaban dando cuerpo a la bestia humeante: los de caparazón de tortuga, los de traje escamado, los de alas de vampiro y aguijón, los de cabeza o piel de serpiente -mudando-, los de pelo de león, y el gigantón Cid Rui Diaz, y alrededor la corte de gigantones, gigantillas y bufones sonrosados… y sin estar también estaba la cabeza de la Ana Bolena. De fondo el My Way de Sinatra acompañaba el desfile en un arrebato de apostasía frente a la popular banda de tambores y cornetas que en la tradición pone son a los movimientos del temido animal.
Allí donde nació Alfonso X es donde la heterogénea civitas toletana se congrega para mirar y mirarse. Este año volvían como invitados tres herejes sacados hábilmente de la penitencia del olvido. Una triada de pecadores panteístas que estaban enclaustrados allí mismo desde hace más de dos lustros: el Jardín de la Biblioteca Municipal, Alberto Sánchez y en el último momento, en un gesto de contrición, las obras del Museo de Arte Contemporáneo de Toledo -rebautizado como MACTO- expuestas en las salas temporales del hospital de Santa Cruz.
Ha bastado con moverlos apenas unos metros de dónde estaban, la vieja Biblioteca Pública del Miradero, para hacerlos visibles. En el caso del jardín, ha bastado con limpiar su maleza y hoy luce como espacio público con un trampantojo surrealista de José Manuel Ballester. Tres operaciones de administración del bien común que hay que agradecer, que hacen más contemporánea a la ciudad. Nada que ver con otro mirador, el de San Juan de los Reyes donde un desagraciado Cristo en puntillas ejercita la tableta abdominal frente al monasterio Franciscano.
Tres signos de cultura, tratados como los tres condenados del Monte Calvario, apedreados por el vulgo, que el arte es de insumisos pecadores peligrosos. Todo lo contrario que la aclamada protocolaria jerarquía divina subordinada de la procesión toledana. Alberto fue un crucificado de las ideas, primero por defender la modernidad de la vanguardia y recrucificado más tarde por el desencanto con el socialismo utópico. Los jardines son torturados en una ciudad hábil en mutilar cualquier especie que brote con verdor, y qué decir tiene el arte contemporáneo local, inexistente desde que en la calle Santa Isabel la vida disolviera a los verdaderos informalistas herederos de la vanguardia al modo toledano, TOLMO.
Alberto y la colección romántica de vistas de Toledo, el MACTO, han estado allí los últimos 20 años, tras los sólidos muros de la Biblioteca, al final del Miradero, donde el Santa Cruz y Santa Fe también se amalgaman y se necesitan. Ha bastado con cambiarlos de habitación para hacerlos visibles, libres. Pasada la penitencia hay una oportunidad de reconciliación de la cultura con la ciudad, bastaría con abrir las puertas de la adusta Biblioteca para ganar sus libros y su memoria, aunque solo fuera para unos pocos, los que miran y ven. Eso u optar por escupir humo girando alocado como la Tarasquilla.