Nada de lo que creemos es una realidad incuestionable y, sobre todo, nada lo es por el mero hecho de producirse; y aún lo es menos si la creencia es obcecada y excluyente, o sea, de un radical inamovible y pétreo. Sí, así es, cualquier creencia sólo es una realidad potencial, no una realidad cerrada e inequívoca, sino una realidad condicionada al tiempo y a su constante evolución. Todas las realidades producidas por nuestra mente tienen un periodo de caducidad (como cualquier producto embasado), y es así, por muy incómodo que nos resulte; lo que nos obliga a pensar que cualquier realidad, física o mental, tiene un tiempo de vigencia.
El factor tiempo es un elemento que no suele tenerse en cuenta en los complejos vericuetos de las realidades de cada época; esas que nos acompañan en los diferentes momentos de nuestras vidas. Todo dogma de fe (tal vez más que ningún otro asunto) ha sufrido variaciones en sus matices interpretativos; y lo ha hecho para reconducir sus objetivos de credibilidad. Por que todo, cuando pasa por los tamices de la razón, sufre las imputaciones que el tiempo inculca en la condicionalidad de los hechos y de las ideas; pues únicamente, son realidades primordiales para un momento concreto de la humanidad; ya que todo ser humano, aun sin saberlo o sin notarlo, está condicionado por las evoluciones de su época. En todo caso, es posible que la realidad de cada momento triunfe gracias a que, cada comportamiento, tiene a su favor el “ya y ahora” del día a día de la existencia.
Todo lo que construimos es perecedero, incluso los proyectos por construir, pero ¿hay algo más fuerte que la curiosidad que nos obliga a seguir viviendo bajo la luz de una ilusión?, si, la necesidad de saber todo, desde lo ignorado o lo desconocido; incluso está ese sabor inconsciente del día a día, esas jornadas que se escapan de nuestro control para presentarnos hipótesis imaginarias: una curiosidad siempre latente. El hombre con menos curiosidad está más muerto que el hombre curioso, pero aquel, aunque no sienta ni padezca, sin embargo, aspira a ser inmortal; a vivir eternamente. Eso, aunque pueda parecer natural, es un producto cultural. Lo contrario de aquel famoso Quirón que, por un favor de los dioses, pudiendo ser inmortal, prefirió la muerte. Aquel ya pudo pensar que el tiempo, que nunca pasa en balde, que aporta el sentimiento de estar cada vez más muerto cada día que pasa.
La ignorancia, la estupidez, la envidia de lo ajeno, la obcecación… Todos estos y otros atributos están a favor del veneno radical e irracional que corre por equivocados vasos sanguíneos, impropios del futuro generoso que le corresponde a todo ser humano; lejos de las deshumanizaciones que aportan los radicales y obtusos. Sólo la curiosidad, la sed de saber nos hace más independientes y, a la vez, nos une más a los unos con los otros. Todo consenso de sabiduría se caracterizará por el uso o la aplicación de principios; los que pueden ofrecer un determinado movimiento ético, filosófico, estético o de cualquier otra índole humanista: comportamientos bienaventurados y técnicas de aplicación en la búsqueda de la sinceridad emocional. Toda creación humanista produce -por decirlo de algún modo- un proceso evolutivo que nace bruto, que se sofistica o hace pleno y que termina con “ramalazos academicistas” o anquilosamientos que provocan la búsqueda de nuevos y sustitutivos principios. Esperemos que después, la posteridad que se encargue de escribir la historia no sea, como acostumbra, a ser mentirosa y errática; con enfoques que no pueden adivinarse respecto a lo que merece ser ensalzado y lo que caerá el los fosos del olvido.
Aunque las realidades de cada época comporten gérmenes destructivos, como consecuencia de la evolución del tiempo, podría apuntarse alguna excepción atemporal en alguno de los campos creativos de las artes. Por ejemplo, cuando una obra de arte se conserva íntegra físicamente, se produce una realidad material incuestionable; puesto que se dan unas condiciones fijas que mantienen latentes sus idearios. Aun así, las interpretaciones que se producen en los perceptores de las obras de otro tiempo -ya pasado-, hacen que la obra de arte se convierta en un escenario absolutamente inconcreto. ¿Qué podríamos decir sobre lo que meditaba El Pensador de Rodin cuando fue creado y qué pensamientos le atribuiríamos hoy?
Ruperto Galloso no fue un científico curioso propiamente dicho; aunque tuvo una larga etapa de investigación; de esas “machaconas” que se desviaban de las esencias creativas. A él, lo que más le entusiasmaba era eso de acudir a la Academia, donde era ensalzado por sus exhaustivos trabajos –de los que nadie de esa entidad conocía ni había hecho análisis alguno; sólo hablaban de oídas y de manera gratuita-, sus experimentos se repartían entre los campos de la física y las “matemáticas modernas”, de los que se podría decir que se correspondían más con una época pretérita. Eso era así, ya que su dedicación científica, más que basarse en un estudio que mitigase su sed de curiosidad en nuevos campos del saber, derivó hacia cuestiones burocráticas; a lo que se podría denominar como las atribuciones de una ciencia “funcionarial”. Su campo activo de la ciencia se había sumergido en parcelas de la aplicación rutinaria.
-¿En qué está trabajando ahora, don Ruperto?
-Estoy recopilando lo más importante de mi vida como físico con la conexión de sus aplicaciones matemáticas. Necesito catalogar todos mis trabajos. Eso me tiene que dar una perspectiva respecto a lo que serán mis próximas investigaciones sobre posibles aplicaciones en el mundo de la industria.
Así comienza la historia de Ruperto Galloso, de la que lo más curioso fue su rocambolesco y surrealista desenlace.
Fragmento extraído del capítulo “La curiosidad y las ciencias” de la obra literaria “MUNDO, DEMONIO Y CARNE VIVA” de Paco Rojas.
Paco Rojas, artista, fundador del grupo Tolmo