“Vista del Real Museo”, Vicente Camarón y Torra, 1824
SESIÓN CONTINUA
Si hay un edificio que ha conseguido representar la imagen propia de la arquitectura madrileña, sin duda es aquel que da sede al Museo Nacional del Prado, no podríamos imaginar el Madrid del siglo XIX y bien entrado el XX el sin aquellas fábricas mixtas de piedra y ladrillo de las que el museo ha sido el máximo exponente. A veces la fortuna acaba por sobresalir por encima de otros factores, como en este caso, cuando la voluntad y el interés colectivo se ponen al servicio de unos mismos objetivos. Así fue como nació nuestro Museo, con la voluntad de ennoblecer la Villa con una arquitectura armoniosa y vibrante, un elegante contenedor de lo que finalmente sería, en palabras de Antonio Saura: la mayor concentración de obras maestras por metro cuadrado que existe en el mundo. Juan de Villanueva, quien había obtenido los más altos cargos como Arquitecto del rey y de los infantes, además de ser fontanero y arquitecto mayor de Madrid y académico en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando; finalmente sería el encargado de la elaboración de un nuevo proyecto que pretendía complementar el carácter ilustrado del eje del Prado donde ya se estudiaba el reino vegetal en su proyecto del cercano Real Jardín Botánico y el posterior proyecto del Observatorio Astronómico.
El arquitecto gozó de un pensionado en Roma y durante seis años tuvo la ocasión de estudiar tanto las ruinas antiguas como la arquitectura moderna que se daba en la Ciudad Eterna. Tras este acercamiento con las obras a través de dibujos y textos de los tratadistas antiguos, Villanueva comenzará en 1796, (diez años después del comienzo de las obras) a escribir la descripción de su más destacable proyecto, dada la importancia y repercusión que este tendría en los años siguientes:
“Quisiera, imitando tan acertado uso, describir la única obra de alguna consecuencia que la suerte y el acaso puso bajo mi dirección”.
El proyecto para el nuevo museo de Ciencias Naturales sería inicialmente encargado a Francesco Sabatini, quien ya contaba con más de sesenta años de edad y gozaba de reconocidos méritos en sus numerosas actuaciones para Carlos III. No obstante el proyecto del arquitecto italiano no satisfizo en absoluto a los promotores del proyecto, por lo que encomendarán a Villanueva la valoración y constatación de la validez de aquellas trazas. Villanueva en un golpe de descarnada sinceridad nos contará en su memoria como nació el encargo de su obra maestra:
“…Fui sorprendido y ocupado en aquel instante de un cúmulo de ideas y pensamientos a la vista de la demostración que se me presentaba para la construcción de un edificio que debía ser eterno. No creí que una nación gloriosa y rica en descubrimientos naturales pudiera contentarse en el reinado de un Carlos III con un edificio común, cual pudiera imaginarse por el albañil de una aldea; pues a excepción de alguna parte de los proyectos que arriba quedan indicados, todo lo demás demostrado en el diseño era ordinario en su forma y construcción… Mi sinceridad no pudo contener el desprecio y desaprobación, explicándome en términos con el personaje que me lo presentaba, que persuadido en mis razones y apartando a un lado dicho proyecto, me conjuró con una Real Orden en que se decía que no pareciéndome buena la idea demostrada, pasase yo a formar un nuevo proyecto para el total cumplimiento de los fines y objetos propuestos.”
Con la experiencia romana siempre presente, Villanueva presentó a José Moñino, conde de Floridablanca y único tribunal de la propuesta definitiva, dos proyectos alternativos con el fin de contentar de una u otra manera al Secretario de Estado.
Villanueva, quien ya había realzado su prestigio con obras como las casas de oficios en la lonja del Escorial, el Oratorio del Caballero de Gracia o el propio pabellón de invernáculos del Jardín Botánico, aledaño al solar escogido para erigir el futuro gabinete, presentó a Floridablanca dos propuestas alternativas, donde el conde dio muestra de sentido común como hombre de corte, al presentar ante Carlos III el proyecto más moderado, quizás por tratarse del menos costoso en términos puramente económicos y seguramente el más acertado encuanto a las expectativas de lo que iba a ser la futura institución.
La propuesta descartada, mantenía un edificio de similar composición por partes al que conocemos hoy. En este conjunto de volúmenes, Villanueva incluía una pieza paralela al Paseo del Prado, a modo de gran atrio hipóstilo rematado lateralmente por sendas exedras, donde el cuerpo cubierto actuaría como un potente eje que pretendía subrayar el incipiente carácter público de esta zona de Madrid, con la intención de convertirla en el legítimo marco para la nueva sociedad cortesana del siglo XVIII. El Paseo del Prado constituía ya la nueva arteria ilustrada que los Borbones habían ennoblecido con las obras de Ventura Rodríguez y Sabatini, donde el citado atrio se convertiría en el principal eje de la capital de España.
Ambas propuestas coincidían en disponer un cuerpo de carácter longitudinal dividido en dos niveles, estructurados por el uso y por las propias condiciones del terreno sobre el cual el edificio debía asentarse, ocultando por medio de este desnivlel el antiguo convento de San Jerónimo y mostrando todo su decoro al Paseo del Prado. El nivel superior sería destinado a gabinete de historia natural, mientras que el cuerpo basamental, tendría un uso docente con las materias de botánica y química como ciencias principales. Por lo tanto, el aspecto más representativo de esta primera propuesta no seleccionada, consistía en aquel espacio porticado que actuaría como filtro hacia a nueva sede de las ciencias, relegando al propio edificio a un segundo plano, de carácter más neutro donde las fábricas mantendrían una mayor rigidez formal que en el proyecto definitivo. Puesto que la versión aceptada por Floridablanca finalmente sería la del edificio exento, este debería de mostrarse ante el Paseo con un ritmo mucho más elaborado y grácil, ya que todas las ambiciones serían relegadas a la ejecución de esta obra unitaria. En este sentido, el segundo proyecto guarda una mayor relación con la obra construida de Villanueva, donde los anteriores proyectos de las casas del Príncipe en el Pardo y el Escorial parecían ya haber adelantado numerosos recursos a modo de ensayo tanto compositivo como material, que finalmente concluirían en su obra maestra.
Presentadas las trazas al rey, en 1785 las obras se pusieron en marcha y su autor abordó las modificaciones oportunas que le darían el carácter definitivo. La maqueta que hoy se exhibe en la galería principal, muestra las principales diferencias en el cuerpo central que atraviesa la pieza oblonga y que finalmente resultaría como un volumen absidal y no cúbico. La composición tripartita tan perseguida en la obra de Villanueva, tiende aquí a configurar un edificio por partes, entendido como un ente único que no obstante se vale de los tres órdenes clásicos para jerarquizar cada uno de los cuerpos. La configuración de volúmenes concatenados de la villa palladiana parece ser un importante referente en la obra de Villanueva, donde en términos generales, encontramos semejanzas con la Villa Emo en Fanzolo construida más de doscientos años antes. Pese a tratarse de un edificio brillantemente elaborado como una composición por partes, resulta admirable la valoración de cada cuerpo de manera independiente, donde podríamos encontrar además la correcta modulación de tres proyectos autónomos. El carácter longitudinal del edificio era una idea constante en la mente del arquitecto, más allá de otorgarle el valor representativo, la proyección longitudinal se adaptaba al solar, y resultaba la más idónea para generar en su interior un espacio expositivo, con un carácter de recorrido continuo plenamente moderno.
Las actuaciones del arquitecto no van en favor de la elección trivial del volumen o de una caprichosa búsqueda del decoro, sino que cada elemento aparece como respuesta a los condicionantes generados por el programa y la topografía presente en el solar:
“ Del crecido desnivel que reinaba en toda su prolongada linde, me propuse sacar partido para proporcionar la principal entrada a la galería por el ascenso al monasterio de San Jerónimo, en la testa y lado corto del norte del edificio, dejando y destinando al otro a la de mediodía, como entrada a las escuelas de botánica y química con mas proximidad al Jardín Botánico, separándola de éste por una anchurosa plaza de 190 pies de ancho y 235 de largo, cerrando su fondo contra el terreno por una pared semicircular con un gran nicho en el medio, consiguiendo poder proporcionar en el cuerpo bajo del edificio anchurosas salas para las aulas de enseñanza pública y salas de conferencias, dispuse colocar en el centro de la mayor línea de fachada de poniente la más decorosa entrada del edificio.”
El museo es por tanto un edificio longitudinal, donde las fachadas principales, que dan acceso tanto al gabinete como a las aulas, se relegan a un segundo término en favor de la presencia de la fachada más monumental erigida sobre el eje del Prado, que paradójicamente no deja de ser un alzado lateral donde los órdenes y modulaciones se articulan en función del doble programa interior. Esta magistral configuración regida por la simetría axial y el cruce de volúmenes, convertirá al edificio en el verdadero referente de la arquitectura institucional. El orden jónico de la galería, aporta la modulación y medida requerida en un espacio expositivo de gran recorrido, donde el cuerpo central del salón asambleario actúa como elemento de ligazón entre las dos alas laterales. La pieza externa del ábside central (actual sala de Velázquez) será supeditada a un potentísimo orden dórico, que denota en él la fuerza tectónica de la arquitectura templaria. La pureza del granito únicamente se dulcifica aquí con la aparición del éntasis de los fustes y el contraste entre la continuidad de elementos de transición como basas y capiteles labrados en piedra de Colmenar.
La potente expresividad y peso de los elementos arquitectónicos, se nutren de la madurez del autor a la hora de interpretar todo lo aprendido en Italia, donde la composición tripartita de elementos es reelaborada de una forma plenamente personal. Nuevamente aparece el referente herreriano, manifestado en la modulación generada por el fuerte claroscuro entre llenos y vacíos y las potentes líneas de sombra de cornisas y balcones. No obstante, el carácter dúctil de los tres materiales empleados, se aleja de la rígida paleta escurialense, aquí el cromatismo de la cerámica suaviza la dureza de la piedra berroqueña que tan bien estructura la totalidad de la fábrica. En este lenguaje neoclásico, aparece un mayor acuerdo con un incipiente gusto romántico y cortesano, que paradójicamente huye de todo eclecticismo y arbitrio compositivo. El resultado de una obra tan personal como universal, cuyo cambio programático como Pinacoteca y Museos Nacionales desde el siglo XIX, ha sabido adaptarse a constantes ampliaciones y modificaciones a lo largo de más de dos siglos de vida.
La extraordinaria calidad y cantidad de obras maestras almacenadas en esta sede, probablemente no hubieran podido encontrar un mejor marco donde ser expuestas; es por tanto que el interés de la entrada pretende nuevamente poner en valor continente y contenido a través del siguiente enlace al documental La Pasión del Prado, donde el recorrido por el magnífico edificio de Villanueva nos muestra la inagotable fuente de inspiración, belleza y maestría que atesora una de las mayores y más selectas pinacotecas del mundo.
José María Martínez Arias, estudiante de arquitectura de la eaT.
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Parte de la información se ha extraído de esta referencia:
La arquitectura de Juan de Villanueva
Moleón Gavilanes, Pedro. ISBN: 9788477400172.
Editorial: Servicio de Publicaciones, Madrid, 1988
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Un saludo.
José María.