A mesa puesta
Los animales pastan; el hombre come; solo un hombre de talento sabe comer
Brillat-Savarin
La perdiz es uno de los bocados más exquisitos del patrimonio gastronómico universal. Es como un Divertimento de Mozart tocado por la Festival Strings Lucerne o como una liebre de Durero o alguna otra ave de las que El Bosco pintara en el paraíso. Arte puro, arte efímero. Unas perdices en escabeche, con judías o a la toledana son una bendición para la mesa y para el paladar. ¡Dedos! ¿Para qué os quiero? ¡Para chuparlos tras comer con ellos la perdiz!
Perdix, del género de las aves galliformes de la familia de la Phasianidae. Hay que ir al diccionario para saber que es un ave gallinácea, de hasta 40 cm de longitud y 50 de envergadura, de cuerpo grueso, cabeza pequeña y plumaje pardogrisáceo con manchas rojas, muy apreciada como pieza de caza por su carne.
Perdiz roja castellana y manchega tan bien cantada por el gran Miguel Delibes. ¡Rediós! ¡Qué bocado! Perdiz salvaje y hembra, sabrosa y tierna. Pero si es perdigón tampoco se lo voy a dejar para los gatos, un poco más de fuego y enternece. Perdiz de carne pálida, gruesa y blanda, bien oreada al sereno. Quizá no tanto como decía mi abuela que apuraba hasta que el ave estaba punto de descomposición. ¡Pero qué perdices hacia mi abuela!
Y es que la perdiz no solo es cosa de paladar y de gusto, es que lo tiene todo: buena carne, poca grasa, muchas proteínas, alto contenido de vitaminas del grupo B; favorece la transmisión del impulso nervioso y el metabolismo de lípidos, proteínas e hidratos; tiene hierro (favorece el sistema inmunológico, los glóbulos rojos y el transporte de oxígeno en sangre), magnesio, fósforo y calcio. ¡Qué más se puede pedir!
No es de extrañar que ya apareciera en los inicios de la cultura. De acuerdo con una leyenda griega, la primera perdiz apareció cuando Dédalo arrojó a su sobrino Pérdix desde un monte, en un arrebato de ira. Y de por entonces sería una receta antigua que nos legó el griego Ateneo, que las preparaba con una gran sencillez. Dice Ateneo: “Después de limpiar el ave y vaciados sus intestinos, se rellena con unas lonchas de tocino, se envuelve en una hoja de parra y se deja cocer sobre el rescoldo”. Así de fácil. Yo a la receta de ateneo añadiría un poquito de sal.
En España, donde siempre ha existido abundante perdiz roja, esta nos aparece en las obras de Don Enrique de Villena, Arte cisoria, en el siglo XV, donde el famoso nigromante, en cuya biblioteca se enconrtraba uno de los libros más buscados durante todo el Medioevo, el Liber Razielis, nos escribe la manera de trincharlas y prepararlas, adobadas con zumo de limón, naranjas o granada. El Arcipreste de Hita también se hace eco de las perdices en El libro de buen Amor. El Arcipreste de Talavera, en El Corbacho, nos habla de “…perdices y vino pardillo…”. Don Juan Manuel, en El Conde Lucanor, las hace protagonistas de un excelente cuento fantástico, “Don Illán el mágico de Toledo y el deán de Santiago”. También en El Quijote aparecen las perdices, aunque al bueno de Sancho, gobernador de la ínsula Barataria, el recio doctor de Tirteafuera se las quita de las narices con un dudoso latinajo de Hipócrates: “Omnis saturatio mala, perdicis autem pessima” (toda saturación es mala y la de perdiz pésima).
Son innumerables las presencias de la perdiz por la literatura, transcribo una del autor de teatro toledano Francisco de Rojas Zorrilla, que en una de sus obras apunta la siguiente receta en verso:
“Pelarlas dentro de mi casa,
perdigarlas en la brasa
y puestas en el asador,
con seis dedos de un pernil,
que a cuatro vueltas o tres,
pastilla de lumbre es
y canela del Brasil;
y entregárselas a Teresa
que con vinagre y aceite
y pimienta, sin afeite
las ponga en mi limpia mesa”.
Cerca de nuestro tiempo, Rafael Alberti, en La arboleda perdida, donde tanto se recrea en aquella Orden de Toledo, creada por los vanguardista escritores y artistas jóvenes que estudiaban en Madrid y viajaban a menudo Toledo a sus juergas, y se sumergían en la mística de las calles laberínticas y la historia mosaica de la ciudad. En esta obra se puede leer que las juergas y los juegos de los visitantes terminaban en la en la Venta de Aires, donde la cocinera llamada Modesta guisaba unas perdices estofadas de las que se hacían lenguas todos los artistas. Un poco más tarde esta Modesta y estas perdices también fueron muy alabadas por el toledano de alma y toledanista de corazón, el doctor Marañón.
He leído mucho de perdices. Recomiendo La caza de la perdiz roja de Miguel Delibes, lectura espléndida. He coleccionado ni se sabe cuántas recetas de perdiz, cada una con sus pequeñas variantes, incluso con ciertos matices culturales. En estas recetas de perdices encontramos un paso en el que merece la pena fijarse: algunas indican que el ave se tenga en agua para que se desangren bien y otras no. Aquellas recetas que indican el desangrado en agua son invariablemente de influencia judía.
Quiero terminar este bosquejo de un artículo más amplio sobre la perdiz con una receta, la que yo hago para mi gusto y el placer de mi familia y mis convidados: Mi perdiz estofada.
INGREDIENTES: 4 perdices tiernas (más tiernas son las jóvenes. Hay quien prefiere a los machos y quien a las hembras). 2 cebollas grandes. Unos dientes de ajo. Unas hojas de laurel. Sal. Un buen vaso de vino blanco. Un vasito de aceite de oliva.
MANOS A LA OBRA: Se despluman y se limpian bien las aves, se atan con bramante como mandan los cánones (o no se atan, si no queremos), se dejan toda una noche en agua para que se desangren bien (esto es porque me considero de origen judaico). Puestos a estofar, conviene que lo hagamos en una olla de barro. Sazonamos bien las aves, las bañamos con paciencia y detenimiento en el aceite de oliva, las colocamos en la olla, añadimos las cebollas en rodajas finas, los dientes de ajo enteros y las hojas de laurel, dejamos que rehoguen unos minutillos y luego añadimos el vino blanco (que conviene que sea seco y esté sentado)y acaso un poquito de agua. El secreto de la exquisitez reside en que cuezan muy lentamente, con la olla tapada, por espacio de un par de horas. Servidas bien calientes y con unas patatitas cocidas y rehogadas en aceite, con un espolvoreo de cominos y laurel, es plato de prestigio y altas ocasiones, es decir que cualquier ocasión es buena para alzar un plato con tan suculento guiso.
¡Buen provecho!
Antonio Illán Illán
Miembro numerario de la Academia de Gastronomía de Castilla-La Mancha
Ilustración Mercedes Juan Cortés
El muslo tierno y jugoso, la pechuga tersa y suculenta. ¡Ummm…!
A mí me gusta chupar los huesos.
Si, pero para que el muslo esté tierno y jugoso y la pechuga tersa y suculenta es menester acercarse al viejo refrán toledano “La perdiz, que dé en la nariz”.
Hablando de muslos y pechugas de perdiz, naturalmente. Para otros, mejor Chanel nº 5
Cierto. La perdiz se debe guisar a punto de descomposición.