Juan Benet: Toledo y una batalla [José Rivero Serrano]

Benet, “Toledo”, 14 de febrero de 1973.

Meses pasados sustancié y publiqué, en el volumen colectivo Arte en Castilla-La Mancha II. Del Renacimiento a la actualidad, sendas miradas descriptivas de la ciudad de Toledo, encabalgadas en la rúbrica de Tramas, Temas, Nombres y particularizadas en el registro interno del capítulo, Muros de Toledo. Donde recogía las visiones elocuentes de Stewart Dick en su texto de 1907, El corazón de España. Impresiones de un artista en Toledo, con el producido veinticinco años más tarde, en 1932, por el conocido historiador de la arquitectura Siegfried Giedion Blick nach Spanien. Donde Giedion se entretiene en su relato toledano con la descripción de Los muros de Toledo.

Ponía en relación en ese registro, homónimo a la denominación de Giedion, las miradas pasadas del primer tercio del siglo XX, con otro posterior y ya tardío, de 1995, Muros de Toledo, obra de Antonio Miranda. Y por ello cerraba la indagación con esta anotación. “Un Muro que tiene el carácter delimitador de los adentros y las afueras, y que expresa, desde este carácter perimetral la verdadera encrucijada de toda  Arquitectura que se precie. Una encrucijada o una intersección que es visible con estas miradas rebotadas que desde 1906, 1932 y 1995 indagan en la naturaleza de la Arquitectura en su aparición en la ciudad  de Toledo. Y así, Dick y la Forma histórica, Giedion y la Luz materializada; y Miranda y la Forma técnica, nos permiten trazar ese itinerario de la Arquitectura como historia, como luz material y como técnica”.

Algún tiempo después de aquella escritura, Eugenio Benet hijo del ingeniero y escritor Juan Benet, y pintor él mismo, me regalaba el volumen que había coordinado en 1997 en reconocimiento al trabajo gráfico y pictórico de su padre. En el libro que me regaló Eugenio, Benetiana Retratos de Juan y creaciones plásticas de Benet, aparecen sendas piezas referidas a Toledo, donde Benet realizó su servicio militar y por ello debió de guardar un recuerdo ambivalente En el volumen con el registro VII,  y dentro del apartado de los óleos, aparece una pieza sobre tela de 1961, denominada Toledo y propiedad de Fernando Chueca, primo de Juan Benet, compañero de correrías toledanas, y sobre todo puente en la amistad del arquitecto y pintor Alfonso Buñuel, hermano de Luis, con Juan Benet. Y un posterior dibujo con registro XXVIII, denominado igualmente Toledo y fechado el 14 de febrero de 1973. Este aparece dedicado y firmado a Carmen Martín Gaite y nos muestra una tinta rápida tomada en forma de apunte del natural, que firma como “en recuerdo de los veinte años…”. Y ambas capturas sobre la geografía de Toledo, oleo y dibujo, se produjeron desde el Sur de la ciudad, cuando Benet siempre se refería preferentemente a las visiones desde el Norte, como veremos luego. Produciendo con ello una sutil inversiones de intereses de puntos de vista. Tal vez bajo la influencia de las visiones de El Greco de 1601 y del Laoconte de 1608, formuladas ambas desde el frente querido por Benet.  

Benet, “Toledo”, óleo sobre tela, 1961.

Al ver las piezas pintadas recordé el trabajo que Juan Benet dedicara a Toledo y que recordamos a medias, entre Eugenio y yo. Y que podría haber acompañado a las digresiones de los Muros de Toledo, ahora como muros fortificados de una extraña pieza asediada. Y es que las visiones pictóricas de Toledo, cuando aparecen acompañadas de textos  adquieren otra notoriedad y otra complejidad. Eso pasaba con Stewart Dick que escribía y pintaba rincones interiores; pasó con Giedion que acompañaba sus notas con curiosas fotografías de piedras y enclaves de sombra.

Y ocurre, finalmente, con Benet, quien escribe: “Y bien, la cara de Toledo más conocida es la que mira hacia el norte. Desde el Arrabal, desde el cementerio, desde el Cristo de la Vega, desde Santa Cecilia o la carretera de Ávila, surge la familiar silueta de Toledo, apiñado en una colina colorada y parda, inmutable al transcurso de los siglos. Apenas ha cambiado esta silueta desde que la pintara el Greco porque una Diputación y un Manicomio –símbolos de una cultura edilicia muy distinta a aquella sobre la que se asentó la ciudad-, no han modificado la abigarrada frente cuyas arrugas han venido a incrementar, tan sólo, con una pesadumbre más. Siempre que he mirado a Toledo desde la vecindad de la Fábrica de Armas he tenido la sensación de contemplar un asedio, un sitio, como antes se decía. Que es un sitio, no cabe duda: pero que además es un asedio –y quizá el último acto del mismo, uno de esos cuadros de historia que recoge el momento de una capitulación- cada día me parece más evidente”.

“Y es que tal vez todo sitio, configuración muy particular de un medio, está siempre asediado por él: lo está una ciudad por sus barrios bajos, o por su alfoz o por el circo de montañas que la rodea, y que se unen a ella por unos lazos de servidumbre, bien visibles, o por otros –menos visibles y confesados- que acaso encuentran su más cabal formulación en las crueles normas de poliorcética. Porque –no hay duda- Toledo parece todavía una plaza fuerte, rodeada y defendida por ese temible foso, asentada en ese rojizo y orgulloso cerro, de la que no se sabe todavía si gobierna desdeñosa la vega que la circunda por el norte o sí, atenazada por el hambre, es incapaz de superar el orgullo –única herencia de su antigua capitalidad- para descender hacia el campo y sumarse a una labor que siempre, desde su condición real y castrense rechazó para sí”.

“Hay algo en su expresión apesadumbrada que denota una envidia contenida e inconfesable. Esas espadañas y cimborrios que alzan su cuello para pasear la mirada por encima del caserío apiñado, esas fachadas escoradas que tras un cubo de muralla dejan sobresalir una ventana acechante, con el inconfundible gesto del centinela que en secreto aborrece su condición y maldice su puesto, esas desplomadas chimeneas que, al contemplar el amplio que caldea la vega, rompen a llorara humo ¿no nos hablan más bien de un antiguo y derrotado ejército que –acosado por un enemigo continental- fue a refugiarse en el rincón más abrupto de su antiguo dominio? El color dorado de la tarde de invierno, la vespertina calma son los síntomas de una tregua circunstancial antes de una decisión que se ha hecho esperar: de repente –y de manera muy oportuna, al interrumpir el gorjeo de las esquilas  el lejano tañido de una campana- suenan los tambores y cornetas de una tropa que hace la instrucción en el campo de tiro, vecino a las tapias del cementerio, para anunciar la oren de alerta después del ultimátum. Y toda aquella abatida frente se yergue de nuevo, encendida de ira o vergüenza, aguijoneada por el ocaso tras los cigarrales, esos victoriosos y ufanos jóvenes que, no sin regocijo, han acudido a contemplar el último acto, el más humillante, de la rendición. De entre la cercada tropa –las frentes ensangrentadas, las casacas maltrechas, la melancolía que embarga a ánimo pero que al mirar el campo enemigo se transforma en despecho- han avanzado un jinete, la Puerta de Bisagra, a parlamentar con el general vencedor, ese terrible Hospital de Tavera que envanecido de su poder, cuando más se le mira más hincha su pecho –al igual que el sapo de la fábula- trata de igualar el volumen de la ciudad que tiene en frente”.

Esta es la larga introducción de Benet a su artículo Toledo sitiado, publicado en diciembre de 1964 en Cuadernos Hispanoamericanos, reeditados en 1983 dentro del volumen Artículos. Volumen 1 (1962-1977), que daba cuenta de las andanzas sostenidas con Fernando Chueca, Pepín Bello, Paulino Garagorri y él mismo, en búsqueda de ‘las momias’ de la plazuela de San Andrés, donde “Se prohíbe jugar a la pelota. Con pelota o sin ella”. Y que deja ver, entre otras cuestiones, el enorme interés por el mundo militar y por la poliorcética, y desde aquí formula la lectura de la ciudad como un ejército en formación que se aviene a la rendición, tras el largo asedio. Y en donde insiste en su preferencias, tanto en “la cara de Toledo más conocida es la que mira hacia el norte”, como en la dimensión  “entre la cercada tropa  han avanzado un jinete, la Puerta de Bisagra, a parlamentar con el general vencedor, ese terrible Hospital de Tavera”.

Contraviniendo ese orden y esa mirada, las propuestas pintadas y dibujadas capturadas desde la proximidad de la ermita de la Virgen de la Cabeza, o incluso desplazándose hacia la vecina ermita del Valle. Tal vez como prolongación, esas preferencias escritas del Norte, de las que ya escribí en Primavera y Niebla: “de otro pintor extranjero, como Theotocopuli o Theotocopoulos,  y sus ensoñaciones vespertinas de la roca ceñida por el Tajo, como un dogal de aguas estadizas, como un relámpago duradero o como un tahalí de memorias movedizas. Unas obsesiones del cretense pintando la ciudad colgada al fondo, en vistas que se repiten desde el Norte y desde el Poniente, con la Puerta Bisagra y con el Puente de San Martín”.

José Rivero Serrano, arquitecto.

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