¿Es Muhammad Ali un héroe de los tiempos recientes? Le han llamado icono, que puede servir como sinónimo. Otros, directamente, han afirmado que es un héroe. Bien, pues sí asociamos a los héroes con las guerras, a este icono o héroe no le gustaba la guerra. Y eso que sólo sabía combatir. En esos combates el rival solía caer noqueado, volando las gotas de sudor sobre un infierno de gargantas aullando. No creía en los héroes bélicos. Se enfrentó con su país, lo que dicho de un norteamericano suena fuerte. “Yo no tengo ningún conflicto con el Vietcong, (dijo)…. El Vietcong nunca me llamó “nigger” (es el vocablo más hiriente para despreciar a los afroamericanos). No estoy dispuesto a recorrer 1600 kilómetros para ayudar a matar, asesinar y quemar a otra gente solo para mantener el dominio de los esclavistas blancos sobre la gente de piel oscura”. Se le consideró un traidor, un tipo despreciable. Le arrebataron los triunfos obtenidos, se le prohibió boxear, estuvo encarcelado, aunque por poco tiempo.
Años después, otro negro, este llamado Barak Obama, Presidente de los Estados Unidos de América, ha dicho: “Muhammad Ali sacudió al mundo. Y gracias a esto el mundo es mejor. Todos somos mejores”. La insurrección de Muhammad Ali sirvió para descubrir lo que todos querían creer y nadie se atrevía a expresar: que aquella guerra era una absurda guerra. Fue una catástrofe. La vida vale más que las glorias y los honores. La guerra de Vietnam no modificó ninguna frontera, no ganó ningún territorio, no sirvió a ninguna causa. Muhammad Ali se convirtió en un héroe por no querer ser héroe de ninguna guerra.
A la rusa Svetlana Aleksiévich le han dado el último premio Nobel de Literatura. Pero no ha escrito ilegibles tramas. Sus libros se asemejan a crónicas periodísticas del llamado aún nuevo periodismo. Recoge las voces de la gente anónima. Una tras otra, superpuestas, nos presentan un fresco de la realidad distinta a la oficial. Ha escrito sobre el desastre de Chernóbil, pero también contra la guerra. Contra una guerra absurda que la Unión Soviética mantuvo en Afganistán. Diez años duró aquella guerra que, según publicitaba la propaganda del régimen, serviría para instalar un comunismo luminoso: plantaban árboles, construían escuelas, diseñaban parques. Resultó una catástrofe.
La escritora ha recogido los testimonios de quienes fueron a la guerra y sobrevivieron, mutilados, angustiados, trastornados. O los comentarios de los familiares, trastornados, angustiados, mutilados. Estremecen los relatos de las muertes atroces. No se muere, como en el cine, componiendo una bonita muerte con el método Stanislavski. La guerra desgarra, revienta, te deja sin piernas, sin manos, sin brazos. Tu cerebro se desplaza en trocitos por al aire como gotas de un polen estéril. Te altera la sique, trasmuta la conciencia, provoca la desmemoria. Uno de los supervivientes sueña todas las noches con unas piernas cortadas, pero no tan arriba como las suyas. “Y entonces, – dice otro que ha perdido la memoria – lo recuerdo: no tengo piernas…. Entonces regreso a la realidad. ¡No quiero oír eso del error político! ¡No quiero saber nada! Si es un error, entonces que me devuelvan mis piernas…”
Un testigo, entre los muchos que se anotan, cuenta cómo en ocasiones eran percibidos como héroes. No me dejaban pagar en ningún lugar. Pero los más reprochan el engaño y el olvido. “Dentro de diez años, cuando todas las hepatitis, malarias y lesiones internas salgan a la superficie tratarán de quitársenos de encima…Dejarán de guardarnos un sitio en las mesas de presidencias de honor. Seremos una carga”, dice otro. Un capitán, piloto de helicóptero que ha perdido la memoria comenta: “Los médicos dicen que la memoria me irá volviendo… En ese caso tendré dos vidas: la que me han contado y la que viví de verdad. Venga a verme entonces, le contaré lo de la guerra.” Una mujer habla con otra: ¿Qué clase de guerra fue aquella? “La guerra de las madres, ellas también combatieron. Y continuarán combatiendo hasta que mueran”.
Lo refleja en el libro “Los muchachos de zinc”. Se intentó por todos los medios evitar su publicación. Varios de los testigos se desdijeron de sus declaraciones, otros declararon que les habían malinterpretado. Fue sometido a juicios diversos. La verdad sobre la guerra, máxime cuando es absurda, no debe ser recordada. Son más convenientes las versiones oficiales, las que cohesionan a las sociedades. Otra voz expresa: “hemos sobrevivido a una guerra que nadie necesitaba. ¡Nadie! Na – Na… ¡Nadie! Por fin lo he desembuchado…” Y dos mujeres comentan: “Ni héroes, ni nada. Allí ellos mataban a los niños, a las mujeres… ¿Te parece que eso es estar bien de la cabeza?” Y otro manifiesta: “En esa guerra lo principal era sobrevivir. Que una mina no te haga volar, que no acabes ardiendo dentro de un vehículo blindado, que evites convertirte en blanco de un francotirador”.
Nos trasladamos a la Edad del Bronce. Aproximadamente hacia los años 1250, antes de Cristo. Se ha formado una coalición de Estados para librar una guerra que será considerada una catástrofe. Estrabón, en los comienzos del siglo I, antes de Cristo, dejó escrito: “Sucedió que a causa de la duración de la campaña, los griegos de la época y también los bárbaros (extranjeros) perdieron al mismo tiempo lo que tenían en su patria y lo que habían adquirido en la guerra y así… no solo los vencedores echaron mano de la piratería, si no aún más los vencidos que sobrevivieron a la guerra”. Como habrán adivinado hablamos de la Guerra de Troya. Una guerra que duraría diez años.
La guerra de Troya la conocemos por Homero, que escribió la “Ilíada” cinco siglos después de haber sucedido los hechos que relata. Homero, como un periodista actual y con la imaginación popular de cinco siglos de distancia, cuenta en su obra los últimos días de esa guerra que no modificó ninguna frontera, no ganó ningún territorio y no sirvió a ninguna causa. Fue una guerra tan absurda como cualquier otra.
El gran héroe de aquella guerra sería Aquiles. En uno de los frecuentes encontronazos con el comandante en jefe, Agamenón, le dice: “Yo, por mi parte, no vine aquí por causa de los lanceros troyanos…..porque ellos a mí no me han hecho nada. No me han robado nunca ganado ni caballos…nunca me destruyeron la cosecha”.
El final de esa guerra se decidirá cuando, con intervención de los dioses del momento, se produzca una sucesión de concatenaciones causales. La consecuencia: que Héctor mate a Patroclo, amigo desde la infancia de Aquiles. Aquiles, que ha pasado los diez años sin querer participar en una guerra que no era suya, saldrá a vengar a su amigo. Aquiles matará a Héctor, clavándole la lanza en la garganta, “que es el sitio por donde más deprisa sale el alma”. La amistad producirá el último desastre de la ciudad sitiada, aunque no sin nuevos engaños de los dioses. Aunque lo del caballo de Troya resulta muy burdo para creer. Troya será arrasada.
En momentos posteriores volvemos a tener noticias de Aquiles. Por la “Odisea”, otro libro atribuido a Homero, sabremos que Aquiles, muerto, se ha convertido en un icono (héroe) para todos los griegos y todas las naciones. Se lo dice Ulises: “No ha habido antes ningún hombre más bendecido que tú, ni lo habrá jamás” Aquiles contestará: “Preferiría seguir empujando un arado para otros/ ser alguien al que no se le ha asignado siquiera una parcela/ y que no tiene apenas para vivir/ a ser un rey entre todos los muertos que han perecido”.
La gran tragedia de Aquiles consiste en sentirse atrapado entre dos mundos incompatibles entre sí: el destino falso del héroe y la vida mezquina de hombre corriente. A una embajada que ha ido a convencerle para que participe en la guerra, les responde: “Hay dos clases de destinos que me van llevando hacia el día de la muerte. Si me quedo aquí y lucho al pie de la ciudad de los troyanos, nunca volveré a la tierra patria, pero mi gloria será eterna y sí regreso a casa… no brillará mi gloria, pero tendré una larga vida y mi final en la muerte no llegará tan rápido. Y este es el consejo que les daría también a otros: Zarpad de vuelta a casa”.
A los héroes de ningún tiempo, de ninguna época, de ninguna latitud, les gustan las guerras.
Jesús Fuentes Lázaro