Si usted se acerca al museo Thyssen, aguanta la fila, que no suele ser muy larga, abona la entrada y empieza a ver los cuadros de Munch sentirá, casi al instante, un indefinible desasosiego. No como el de Pessoa, nostálgico y romántico, sino negro y angustiado. En algún momento aparecerá la tentación de abandonar la exposición, pero la fuerza de los cuadros que se atisban en una panorámica general de la sala le impulsará a continuar, contrariando el impulso inicial. No se arrepentirá. El encontronazo entre dos sensaciones opuestas, salir de lugar o permanecer allí, adentrándose en la exposición, se debe al impacto que causa la opresión de los temas por un lado y, por el otro, a la calidad de la técnica pictórica, a los encuadres de los personajes, a la distribución de la luz, al empleo armónico de los colores, incluso dentro de la tragedia representada. Y es que lo que pinta Munch en sus obras son las texturas de la angustia. Los entresijos neuróticos de la tragedia humana.
Más allá del famoso y popular “El Grito” – en la exposición se contempla una litografía – Munch refleja, con trazos nerviosos a veces, sólidos otras, la desorientación de individuo humano en uno siglo que termina y otro que empieza bajo el signo del terror. Y eso que no tuvo tiempo de contemplar en su absoluta locura – falleció en 1944 – los horrores que dejaría tras de sí el fascismo. Munch fue un hombre comprometido, a su manera, con la sociedad. Su tortura interior no le impedía formar parte del mundo literario y artístico de su entorno. Aunque es cierto que los círculos eran, diríamos de manera suave, relativamente raros. Él no desentonaba. Aportaba la dosis particular de distorsiones que alimentaba los grupos en los que se desenvolvía.
Por el empleo de la técnica ha sido comparado con Cézanne, Gauguin o Van Gogh. Incluso en algunos cuadros les supera. El dominio de la técnica y su empleo vanguardista le sirven para domesticar la angustia que le persigue y situarla en una naturaleza simbólica. El paisaje de sus cuadros no es real, es sintéticamente conceptual. Representa estados emocionales. Actúa a modo de espejo en el que se proyectan sentimientos, experiencias sicológicas del dolor, desencanto, sufrimiento. Contribuye a encuadrar la angustia de los personajes, reforzando la definición dramática del cuadro.
En su juventud estuvo adscrito al grupo “Bohemios de Kristiania (Oslo), liderado por el nihilista Hans Jaeger. En París se puso del lado de Verlaine, Baudelaire o Huysmans. En Berlín, el círculo lo integraban el esotérico Strindberg o el marchante y estudioso del arte Julius Meier-Graefe, que descubriría en Alemania y al resto de Europa a un Greco minusvalorado en España. Munch pinta el alma y, al diseccionarla, descubre que las capas que la componen son un conglomerado de impulsos obsesivos como el amor, el deseo, los celos, la ansiedad, la melancolía, la enfermedad, la muerte.
Tal vez no sea casual que el gran paranoico y poliadicto escritor que fue Philip K. Dick cite en su obra ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, editada en 1968, una exposición de Munch en San Francisco. La androide Luba Luft, cantante de ópera, perseguida por los cazadores de recompensas por eliminar androides, va al museo a esconderse en el último día de la exposición de la obra de Munch. Se detiene “absorta en un cuadro, el dibujo de una jovencita sentada al borde de una cama, con las manos unidas y expresión de asombro y de un pánico nuevo creciente” (“Pubertad”). Poco después, en el ascensor del museo será eliminada: “Luba empezó a gritar, agazapada contra la pared del ascensor. Como la chica del dibujo, pensó Rick Deckar”, uno de los cazadores.
Según expresión de Munch “enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles negros que velaron mi cuna”. Por eso el dolor, la enfermedad y la muerte para Munch son fuentes de creatividad. Es otra manera de entender el arte, de superar las limitaciones del impresionismo que se iba convirtiendo en un corsé insoportable para la paleta de emociones que querían expresar los pintores de las vanguardias. La obra que marcará el inicio de esa evolución fue “La niña enferma”. “Casi todo lo que hice a partir de entonces tiene su origen en esta pintura”, escribe Munch. En el cuadro vemos a una niña enferma – su hermana Sophie – en el que experimenta con los colores, con la materialidad de las texturas, con el propio tema elegido y hasta con un cierto toque gótico que tradicionalmente había sido expulsado de la pintura. Las gentes son mascaras, “pálidos cadáveres que corren inquietos por un sinuoso camino cuyo final es la tumba”, manifiesta Munch. ⌊ ⌉
En 1888 Strindberg había teorizado sobre la necesidad de acercar el teatro al espectador para que nadie tenga “la posibilidad de escaparse a la influencia sugestiva del autor-hipnotizador”. Munch, amigo de Strindberg, y seguidor de sus teorías, aplicará en sus cuadros las recomendaciones del amigo. No duda en idear encuadres visuales – hoy diríamos cinematográficos -, dotar de materia a la pintura para hacerla táctil, emplear colores en un delirio casi sicotrópico que “enganchen” al espectador al cuadro. Debe percibir las múltiples sensaciones que el autor plasma en la obra. Tiene que experimentar la sensación de que es difícil separase de la escena que se representa. Munch en su esfuerzo por “diseccionar el alma” no duda en emplear los recursos pictóricos conocidos o ignorados y las iconografías de los pintores simbolistas. Los personajes de sus cuadros, aunque cuenten escenas de la vida diaria, no son personas conocidas, son la suma de todos los humanos, arquetipos indefinidos y abstractos. El hombre es un hombre genérico, no individualizado; la mujer es una mujer igualmente genérica, sin rasgos personalizados. Solo tienen que manifestar sentimientos, emociones, pensamientos, comportamientos que son comunes y universales en los seres humanos.
De su relación y discusiones con Ibsen, Munch aprende el tratamiento escénico que deberá reflejar en la escena o en la pintura estados anímicos: pasión, miedo, melancolía, inquietudes, malestar. Los personajes-arquetípicos son reproducidos en el punto alto de la intensidad sensitiva. Se les presenta como suspendidos en un instante quieto: el de mayor fuerza de la emoción. Para trasmitir convincentemente esos estados no duda en diluir el paisaje, forzar el encuadre, retorcer los colores, mezclar líneas verticales y horizontales sin un orden prefijado para conseguir trasmitir angustia, pero sin desquiciar la escena. Ahí reside el secreto de su técnica que nos involucra en su relato, sin apenas darnos cuenta. El mensaje que emite al espectador es abstracto, pero no, como se haría en la pintura posterior, sino sin renunciar a representar una estructura racional, distante, nada sentimental. Las escenas más rotundas o trágicas destilan una aparente frialdad. Busca establecer una comunicación completa en todos los niveles racionales y sensitivos del ser humano. Cumple metódicamente los consejos de Ibsen o de Strindberg. Y es que “el arte, en expresión de Munch, surge de la necesidad del ser humano de comunicarse” con cualquier hombre, de cualquier lugar, en cualquier tiempo.
El espectador de hecho comprende sus pinturas, aunque no comparta sus sentimientos. No es necesario para experimentar la atracción de la obra. Asistimos al sufrimiento, y nos asombra, pero no sufrimos como él. Justificamos, porque entendemos, sus obsesiones, aunque mantengamos un cierto distanciamiento temporal, que no estético. Sus pinturas no trasmiten socialización, sino soledad. Una soledad que se hace presente no solo en los cuadros de personajes revueltos en un orden determinado o en personajes solitarios. La soledad es el motor de su obra como lo fue de su personalidad. El “Grito” es la suprema manifestación de esa soledad. Pero también lo son “las niñas o “las mujeres en el puente”, “la tormenta” o “tras la caída”, o los retratos solitarios o las mujeres en compañía o aisladas. Los personajes esquemáticos trasmiten la insondable soledad de quién se sabe atrapado en una trama inevitable. También los paisajes, incluso en los escenarios más alegres, la soledad marca todo, hasta los autorretratos. ⌊ ⌉
La mujer ocupa en la obra de Munch un papel nuclear. Pero sin términos medios. O es la mujer frágil, portadora de la vida, atractiva, sensual, o es la mujer fatal. La mujer que destruye. La mujer como vampiro que se alimenta de la sangre del hombre. La mujer que atrae y una vez conseguida la exaltación sensual, absorbe la energía del hombre. La época en la que vivió Munch coincide con el proceso de liberación femenino. Se está construyendo la “nueva mujer”. Fuerte, independiente, activa, con iniciativa propia, que abandona al hombre. Eso asusta a los conservadores hombres con los que se relaciona Munch y a él mismo. El pintor y su círculo no entienden este movimiento. Les aterra la nueva mujer. Lo que ven, les parece una amenaza. Si se alteran los principios básicos de la vida, en el que la mujer reproductora ocupa un papel primordial, surgirá el caos. El mundo, tal como le conocen ellos, se derrumbara y el hundimiento arrastrará a toda la humanidad.
La mujer destructora es representada con una larga cabellera roja, como los labios de rojo intenso, que tienta al hombre con su enorme poder de seducción. Los ojos verdes atrapan con el magnetismo de los ofidios hasta el estrangulamiento. “Entonces, la mujer era quien tentaba y seducía al hombre y luego le traicionaba”. El comportamiento sinuoso y extemporáneo de la nueva mujer acarreará la despoblación de Europa. La mujer, que no es amante y sumisa, se transforma en un ser monstruoso. ⌊ ⌉
La exposición de Munch no resulta fácil. No es una de esas alegres exposiciones de los impresionistas. Se abandona la sala con la imprecisa sensación de haber contemplado algo único. Sabemos que estamos ante un pintor irrepetible. Nadie le copiará. Su técnica pictórica, como sus temas, pertenecen exclusivamente al interior del pintor. No es polvo de estrellas lo que se respira ante su obra. Es el barro sicológico, que se encierra en las cámaras ocultas del ser humano. Hay más dolor que alegrías. Hay más soledad que momentos compartidos. Nunca verá – ni en el caso de los más atormentados pintores – unas obras iguales. Tan llenas de infierno y de caos. Si a alguien se asemeja en lo terrible tal vez sea Caravaggio. Tan singular que, una vez vistos y analizados sus cuadros, nunca olvidará. Munch es puro estilo, pintura depurada hasta el refinamiento. Por eso el magnetismo que proyecta en el espectador. Y la alegría que surge, cuando tras dejar pasar las primeras impresiones, uno sabe que ha estado ante la obra de un pintor excepcional.
Jesús Fuentes Lázaro
Por orden: Pubertad 1914; Autorretrato ante la fachada de la casa 1926; Madonna 1895; Cenizas 1894 y Agonía 1915.