El vientre del arquitecto (Peter Greenaway, 1987): ¿La Roma que nos esperamos? [Adolfo de Mingo]

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Una buena anécdota sobre la enseñanza y el aprendizaje de la arquitectura antigua la protagonizó José de Hermosilla durante su estancia en Roma, a mediados del siglo XVIII. El arquitecto e ingeniero militar, de quien celebramos en 2015 el tercer centenario de su nacimiento, disfrutó de una de las primeras becas o ‘pensiones’ de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Permaneció allí durante cuatro años y envió a Madrid diversos trabajos, entre ellos varios dibujos de la ciudad que le granjearon la crítica de ciertos académicos.

Éstos encontraban “irregulares y extravagantes” las formas de algunas estatuas representadas, acusando a Hermosilla de haberlas copiado a partir de estampas fantasiosas o de ser fruto de su imaginación. Dolido en su orgullo, el arquitecto no asumió la culpa, sino que con ironía respondió a los académicos que se la echaran a los egipcios que las realizaron y a los papas que ordenaron ponerlas allí.

Con su crítica a la compleja diversidad de la urbe, los profesores de Hermosilla demostraron que por mucho que tuvieran la ciudad de Roma como referente, muy pocos habían estado allí realmente para contemplarla con sus propios ojos.

Cincuenta años después, Nicolás Fernández de Moratín chocó también con una ciudad muy distinta a la que inicialmente había imaginado: «En el Circo Máximo y las deliciosas Termas de Caracalla se cultivan berzas; en las de Tito mugen bueyes; las soberbias galerías del Anfiteatro Flavio sirven para guardar estiércol, y los restos magníficos de la casa Áurea de Nerón, o sea, el Templo de la Paz, que se adornó con los despojos de Jerusalén destruida, son hoy matadero de gorrinos».

Ambos testimonios proceden de un libro especialmente recomendable para conocer esta ciudad desde la mirada de un joven estudiante de arquitectura. Se trata de Arquitectos españoles en la Roma del Grand Tour: 1746-1796 (Abada Editores, 2003), de Pedro Moleón Gavilanes.

Pensando en cómo recomendar su lectura con otras anécdotas —me vino a la mente la cabalcata de arquitectos por la campiña italiana que ilustró en un apunte Isidro González Velázquez, o la esposa que se trajo de Roma el joven Ignacio Haan—, se entrecruzó la ciudad recogida por Peter Greenaway en El vientre del arquitecto (The Belly of an Architect, 1987), una película en donde el viaje a Roma también planteó muchas cosas aparte de las que se esperaban. En realidad, creo que Stuart Kracklite, su protagonista, nos lo habría recomendado durante su visita a la ciudad que representa “la cuna de la cúpula y el arco, la buena comida y los altos ideales”.

El vientre del arquitecto probablemente no sea la mejor película que se ha realizado sobre Roma, pero sí una de las más duramente simbólicas. Detrás de los maravillosos monumentos —que no aparecen mostrados como mero telón de fondo, sino que forman parte de la propia naturaleza del film— late una crítica feroz contra la cultura entendida como espectáculo. «Carnivore architecture», una expresión empleada por Kracklite para definir a las ciudades históricas que se nutren de sí mismas, es también una metáfora sobre los depredadores que acechan en esta profesión y en el mundo de las grandes exposiciones.

El arquitecto, que acude a Roma en compañía de su joven y deseable esposa para organizar una muestra sobre Étienne-Louis Boullée, el visionario francés del siglo XVIII, pronto se verá a merced de frívolos y mediocres. Sus obsesiones personales a lo largo de la estancia, unidas al doloroso conocimiento de la propia decadencia, acabarán por sumirlo en un viaje de incierto final al que los espectadores estamos invitados.

La música de Wim Mertens envuelve la película de principio a fin, enmarcando un catálogo de monumentos —el Mausoleo de Augusto, la Piazza Nabona y el Palazzo della Civiltà, pasando por un Monumento a Victor Manuel II que adquiere más protagonismo del que probablemente merezca— por los que discurre la mirada de distintas épocas hacia la antigüedad y su concreción a través de los elementos —el cenotafio, la idea de ruina, la esfera— que tanto interesaron a Boullée. El chovinismo italiano por Piranesi y el recuerdo del emperador Adriano («…put a lot of faith in stones») completan un conjunto lleno de guiños hacia la arquitectura, donde interiores, escalas y superficies adquieren una importancia semejante a la de los propios actores.

Quizá no sea la mejor película sobre Roma, pero sí la que yo recomendaría —junto con algún clásico de los cincuenta, como Umberto D. (Vittorio de Sica, 1952) y el punto de vista de un anciano y de su querido perro— a un joven arquitecto que no haya visitado nunca la ciudad.

Acabo esta reflexión con una nueva cita de otro viajero, James Joyce —«Rome reminds me of a man who lives by exhibiting to travellers his grandmother’s corpse»—, que permite recoger la experiencia romana y sembrarla de vuelta en Toledo, donde el cadáver de la abuela suele ser exhibido también para regocijo de turistas.

Adolfo de Mingo Lorente (historiador del arte y periodista)

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