La primera y más sublime obra inmaculada de arquitectura del mundo clásico, el Partenón en la Acrópolis, Atenas, Grecia, es una continua historia del ultraje y la villanía contra el saber.
El Partenón fue ordenado alzar por Pericles entre los años 448-438 a. C. como morada de la diosa de la sabiduría, Atenea. Atenea había nacido de la cabeza de Zeus al abrirsela el dios Hefesto de un certero hachazo; después de que Zeus hubiera yacido con Metis y la hubiera devorado por temor a un descendiente varón, más poderoso, que lo suplantara. Atenea hizo voto de castidad, razón por la que fue llamada parthenos, que significa virgen, dando así nombre al templo. Hefesto que había ayudado a alumbrarla, aunque fuera con un hacha, intentó violar a Atenea y de esa simiente esparcida por la Acrópolis nació Erictonio, mitad hombre y mitad serpiente, primer rey de Atenas. Así comenzó parte de la historia del Partenón: el saber hostigado por la barbarie.
Bajo la protección de Atenea nació la pasión en los griegos por el saber y en una cadena de sabios, que va desde Sócrates hasta Aristóteles y Platón, nacieron: la filosofía, la geometría, la matemática, la física, la medicina, el deporte, el drama, la historia, la pintura, la escultura, la arquitectura, la democracia y la política.
El Partenón fue ideado por Fidias, que proyectó y construyó un paralelepípedo de columnas dóricas que a modo de corredor, peristilo, rodean y guardan un santuario interior oscuro, la cella, morada de Atenea, representada allí por una escultura de más de doce metros tallada en marfil y oro por el mismo Fidias. Fidias moriría encarcelado acusado del robo de parte del oro de la escultura de Atenea. El mismo que había dado forma con su sabiduría a la diosa fue también víctima de la ignorancia.
Hasta el siglo III, casi mil años, la cultura greco-latina respetó el Partenón, admiró e hizo copias de sus esculturas, y las difundió por occidente. En el proceso de descomposición del Imperio Romano con las invasiones bárbaras, la tribu germánica de los hérulos incendió y saqueó el templo. Un siglo más tarde, el aún emperador heredero del Imperio Romano en Bizancio, Juliano el Apóstata, acometería las primeras obras de recuperación del Partenón. Poco duraría este empeño, ya que en el año 392 el emperador Teodosio convierte al cristianismo el Imperio romano y en el edicto de Constantinopla lanza la proclama: “nadie irá a los santuarios, paseará por los templos, o elevará sus ojos a estatuas creadas por obra del hombre”. Al amparo de este edicto los cristianos primitivos mutilaron cabezas y manos de las esculturas del Partenón, por representar desnudos y símbolos paganos. Tan solo se salvó la talla de una mujer en la que quisieron ver una representación de la Virgen María. La verdadera Atenea sería desalojada, destruida y reducida a pedazos por la turba cristiana; como recientemente otros han destruido los Budas de Bamiyan. Teodosio sería el último emperador en gobernar todo el mundo romano. Después de su muerte, las dos partes del Imperio se separaron definitivamente y comenzó el medievo, mil años de oscuridad en el saber.
No satisfechos con el desmembrado de las esculturas y el desalojo de la Atenea de Fidias, el Partenón también fue adulterado espacialmente en el siglo VI, cuando se transformó en templo cristiano. Se cambió la entrada del este al oeste, del naciente al poniente, a la parte trasera. Se convirtió la cella en nave de la iglesia, se añadió un ábside semicircular, un campanario y una cubierta a dos aguas sobre elevada para tomar luz al interior a través de arcos. Todo un despropósito y profanación, al que irónicamente se bautizó como Hagia Sophía, la Santa Sabiduría.
En 1456 se produce la ocupación otomana en la península del Peloponeso a causa de la caída del Imperio Bizantino y se cambia el culto de iglesia a mezquita. Lo que era campanario se transformó en minarete. En 1687, durante las guerras que mantuvieron el Imperio Veneciano contra los turcos el Partenón sirvió como hospital, como refugio y como arsenal. El imperio turco almacenó en el templo el depósito de pólvora y durante el asedio de los venecianos a Atenas, una de los proyectiles impactó en el Partenón causando una enorme explosión que destruyó las columnatas norte y sur, dejándolo en ruinas y gran parte de las esculturas hechas pedazos y esparcidas por la Acrópolis. Tomada la Acrópolis, los venecianos quisieron llevarse como trofeo las esculturas de Atenea y Poseidón del frontón oeste, pero en el intento de bajarlas cayeron, sumándose a los añicos de la explosión.
A principios del siglo XIX, Atenas permanecía bajo dominio turco. El embajadorbritánico en Constantinopla Thomas Bruce Elgin, urdió como hacerse con las esculturas aún en pié del Partenón. Aprovechándose de que el gobierno turco no sentía el Partenón como un símbolo de su patria, Lord Elgin consiguió autorización del visir para: “Libertad para llevarse cualquier escultura o inscripción”. Así nacieron lo que los británicos llaman los Elgin Marbles, los mármoles de Elgin. Es decir, si eliminamos los eufemismos, las esculturas del templo de Atenea, saqueadas, vendidas y aprobada su compra en la misma Cámara de los Lores para su exposición y guarda en el honorable British Museum. Tan solo se opondría a la compra Lord Byron, que, en una actitud de decencia romántica, defendió la muerte digna de la ruina frente a la idolatría a reliquias descontextualizadas.
Más de la mitad de los frisos, metopas y altorrelieves de tímpanos y frontones, descarnados del Partenón por Lord Elgin y otros, se custodian como trofeos en los más ilustres museos de Europa: British Museum de Londres, Louvre de París, Gliptoteca de Munich, University Museum de Würzburg, Kunsthistorisches Museum de Viena y Museos Vaticanos en Roma.
Hoy aún no satisfechos, algunos de los que se declaran herederos de la civilización occidental, descendientes de los hérulos, nuevos profanadores del saber, siguen al acecho. Sin embargo, son muchos los que dicen haber soñado con una bella joven semidesnuda cubierta por túnica de seda blanca escondiéndose entre las columnas del Partenón, de cuya mano izquierda alza el vuelo una Niké, una victoria alada.
José Ramón de la Cal