El calzador
Para los que llevamos algún tiempo jubilados o prejubilados, este cambio de ritmo nos ha pillado un poco más acostumbrados que a los demás.
Nosotros, de un día para otro (como ha sucedido ahora) también pasamos de gestionar a hacer recados; de salir todos los días debidamente uniformados con chaqueta y corbata a vestir chándal y zapatillas como si fuéramos todos maratonianos.
Estas últimas semanas, una inmensa mayoría de la sociedad ha vivido en modo prejubilado, al abrigo de la comodidad que representan las zapatillas y mallas de pilates, para estar en casa.
¡Cuidado! El cuerpo se acostumbra. La carne va ocupando todo el espacio posible ayudado por la trampa de las prendas elásticas.
Ya hay que empezar a ponerse, de vez en cuando, de punta en blanco; colgarse collares y pendientes y sentarse a comer en la mesa del comedor (no de la cocina).
Es conveniente, muy conveniente, calzarse los zapatos de tacón o el mocasín de las bodas, para que nuestros pies no se expandan sin control en las pantuflas a cuadros. Vamos, lo que nuestros mayores denominaban “mantener las formas”.
Lo peor de todo es que, durante este encierro, he ordenado también el zapatero y ahora no encuentro el calzador. Pronto entraré en Fase I y podré dar paseos, cortos, pero paseos; sin necesidad de ir cargado con bolsas de la compra o cajas de la farmacia. Me calzaré. Si no encuentro el calzador volveré al sistema antiguo, el mango de una cuchara; pero yo salgo calzado, como sea.
Objetivo del día: Comprar un calzador de mango largo (que ya no me puedo agachar).
Y mañana será otro día.
Quique J. Silva