la India a pie de foto (2)
La India es una tierra de mitos y espiritualidad plagada de contrastes que difícilmente puede describirse con palabras o con imágenes. Para hacerlo con rigor es preciso visitarla. Si no, ¿cómo podría describirse ese envolvente ambiente callejero producido por el bullicio de las multitudes y saturado de experiencias sensoriales tan contrastadas como las populares fragancias aromáticas de sándalo o pachuli, y los olores putrefactos de la comida arrojada?
Me refiero a la avenida Chadni Chowk (mercado de luz de luna) y las calles que la rodean, cerca del Fuerte Rojo y la Gran Mezquita, en la vieja Delhi.
Una zona de tránsito caótica pero atractiva y cautivadora. Siempre sobrecargada de gente circulando de un lado para otro, sobre todo al principio de la calle, donde pueden verse cientos de devotos seguidores del sijismo alrededor de su gran templo: Gurdwara Bangla Sahib.
El movimiento comienza temprano y ocurre a lo largo de toda la gran vía, entre fachadas de casas decrépitas, locales con piezas de desguace, viviendas y oficinas con magníficas fachadas ya deterioradas; ventanas y balcones escondidos tras los carteles anunciantes y un maremágnum de cables eléctricos colgando. Pero si observamos los frontispicios con atención y detenimiento, podemos intuir un espléndido y grandioso pasado.
A diario miles de almas caminan sin parar junto a coches, bicicletas y rickshaws que no dejan de tocar sus bocinas; carros de transporte tirados por bueyes; pollinos y algunas, vacas.
Completan el gran panorama barberos callejeros, limpiadores de oídos, curanderos, astrólogos, religiosos, shadus, masajistas de aceite, colegiales uniformados; vendedores de calcetines, de maletas, vendedores de todo; turistas desorientados y algún comerciante que camisas en mano, anuncia repetidamente, como una metralleta, el precio de sus prendas a viva voz: ¡seventifaiv, seventifaiv, seventifaiv! …Oooonli seventifaaaaiv..!
A veces me preguntan si es posible que me siga asombrando después de tantas visitas. Pues yo creo que sí, ya me sorprende bastante que este país siga maravillándome cada vez que lo visito. En todas las ocasiones siempre encuentro algo nuevo que rompe mis esquemas establecidos. Esta tierra y sus gentes han conseguido penetrar muy hondo en mi interior dejándome una caricia imborrable en el corazón.
Siempre recomiendo la India como el país ideal para realizar un viaje en busca de sensaciones apasionadas y disfrutar de formidables aventuras, misterios y ciertos encantos propios de las mil y una noches. Es el gran espectáculo del mundo. ¿Tendrá algo que ver que la India sea el único país del mundo al que llaman subcontinente?
LAS HORMIGAS DE HERÓDOTO
Quiero compartir una experiencia que viví hace algunos años en el interior del desierto de Thar, cuando decidí pasar una noche en solitario, partiendo de Jaisalmer, la ciudad dorada. La más bella, fascinante y sugestiva del estado de Rajasthan.
A Jaisalmer se puede llegar, desde Jodhpur, por carretera o en tren. A mí me recomendaron hacer el viaje en coche atravesando esa parte del desierto y, en verdad fue un trayecto encantador; pero nos demoramos más tiempo del previsto por el inesperado problema que provocaban las dunas que, debido al viento invadían el asfalto, lo que hacía imposible atravesarlas del tirón. Hubo que ir retirando la arena con palas cada vez que se presentaba el problema.
La visión de Jaisalmer desde lejos y al atardecer es impresionante: es como un gigantesco castillo construido con piedra arenisca dorada que emerge sobre una colina del desierto como una flor.
Fue fundada en 1156 y a pesar de su turbulenta historia prosperó gracias a su ubicación estratégica, que la situaba como lugar de paso y abastecimiento de las caravanas comerciales en las antiguas rutas que comunicaban la India con Persia, Arabia, Egipto, África y Europa.
Imaginemos las historias y leyendas de Simbad el Marino o de Marco Polo que nos hablan de lugares exóticos, comerciantes de extrañas lenguas y caravanas repletas de canela, anís, jengibre, clavo y cardamomo. Son cuentos que hacen soñar con noches estrelladas de olores intensos, con bandidos y tribus extrañas; aventuras e historias contadas a la luz de las velas, en un mundo que no había trenes ni aviones, cuando todo el comercio se realizaba en barcos, o en magníficas caravanas que cruzaban enormes extensiones de tierra y a veces continentes enteros.
Así debía ser esa parte de la Ruta de las Especias, que desde el siglo VII, gracias a los intermediarios árabes, permitió descubrir productos exóticos para los paladares europeos. De hecho, se sabe que fue gracias a las especias que la India y Europa se encontraron, lo que dio paso a un fructífero comercio.
Aquella noche sobre las diez, con una buena luna, salía de Jaisalmer en un coche alquilado para adentrarme lo máximo posible en el desierto de Thar dirección a la frontera con Pakistán.
Kiran era mi acompañante que conducía lentamente y en silencio su coche nuevo, por un estrecho camino. Llevábamos casi tres horas de viaje y, durante las dos últimas, no habíamos visto por el camino ninguna luz ni tampoco rastro alguno de gente. Cuando por fin llegamos a un punto previsto donde ya no se podía continuar por no haber más senderos, eran las dos de la madrugada.
Al rato me despedía del chófer que esperaría mi regreso en ese mismo sitio. Localizar el punto de encuentro a la vuelta, no debería resultar difícil siguiendo la dirección contraria. Por si acaso, unas siete horas después de mi partida Kiran mantendría encendida una fogata con matorrales secos para crear una densa humareda que me serviría de referencia.
Partí siguiendo su consejo de marchar tranquilo en dirección al rumbo que marcaban un par de estrellas muy luminosas. A medida que avanzaba sabía que estaba siguiendo el trazado correcto, de frente a la frontera con Pakistán, que suavemente se marcaba en el horizonte que ya se intuía gracias a una leve claridad por estar menos oscuro que el resto del firmamento.
Me encontraba físicamente bien, fascinado por el entorno. Cuando miré el reloj me di cuenta de que llevaba más de dos horas avanzando lentamente y arrastrando un poco los pies por culpa de aquel arenal. Pero tengo que decir que iba sobrecogido por el ambiente, lo reconozco. La causa era que no dejaba de resonar en mi cabeza un relato que leí cuando aún era un adolescente y que nunca se me ha borrado de la memoria. La narración está incluida en uno de los capítulos que el griego Heródoto dedica a la India en su extraordinaria edición titulada Historia con unas hormigas gigantes como protagonistas… También meditaba, de vez en cuando, por mi seguridad, puesto que dependía de la lealtad de mi acompañante.
Por otro lado, a medida que clareaba la madrugada me sentía con más fuerza y confianza gracias a la iluminación que ofrecían las primeras luces de la alborada. El amanecer fue magnífico y lo mejor fue la sorpresiva aparición en el horizonte de una caravana de mercaderes con sus camellos…
Lo que recuerdo del relato de Heródoto, es más o menos como sigue:
Cuentan los antiguos que en los confines del mundo, por donde se levanta el Sol, se encuentra un desierto de arena. Resulta que en ese desierto existe una rara clase de hormigas carnívoras. Unos bichos de dimensiones extraordinarias: más pequeñas que un perro pero mayores que un zorro. Como toda hormiga que se precie, éstas de los límites del mundo, son muy astutas, cavan hormigueros y extraen grandes cantidades de arena. Pero créanlo o no, la arena que sacan es polvo de oro.
Los habitantes de esas tierras remotas están al tanto de la arena aurífera y organizan expediciones al desierto en busca del oro de las hormigas. Cada hombre prepara tres camellos y una camella que haya parido recientemente. Luego contaré porqué.
Juran los que han visitado estos desiertos que dichas hormigas poseen dos muslos y dos rodillas en cada pata trasera.
Los expedicionarios parten a la salida del sol, pues hace tanto calor al amanecer, que tales insectos gigantes se esconden en sus hormigueros bajo tierra. Y es que, a diferencia del resto del mundo, en los confines del Extremo Levante, el calor del astro es más intenso por la mañana.
Cuando los buscadores de oro llegan donde los hormigueros, saltan de los camellos y llenan sus sacos de pepitas diminutas de oro. Rápidamente, emprenden el regreso sin entretenerse y a toda velocidad. Porque, según afirman los testigos, las hormigas se percatan de su presencia gracias al fino olfato que poseen y se lanzan en su persecución, pues poseen una rapidez que no tiene comparación con la de cualquier otro animal.
Ahora descubriremos por qué cada hombre portaba cuatro camellos: tres machos y una hembra. Cuando las hormigas comienzan a pisarles los talones, van soltando a los machos, que a la carrera son inferiores a las hembras. Éstas, con el corazón puesto en las crías que dejaron, no se conceden el menor respiro. Y así es como los hombres del término del mundo obtienen su cuantioso oro. Por saqueo.
Según cuentan, parece que durante siglos, las gentes de esos términos han soñado con este misterioso e lugar, oído acerca de las hormigas y creído esta asombrosa historia.
Es muy posible que la citada fábula del desierto haya sido, en su día, el inicio de mi fascinación por la India.
Luis de Toledo
Todas las fotografías son del autor del artículo.
Qué chulo Luis.
Me ha encantado la historia y la aventura. Lo que me gustaría es ver más cosas tuyas…