A mesa puesta
En el invierno azul paro mi caballo frente al cristal terso y frío de la confitería. Sin saber si miro, o solo veo, recorro la curva toda del planeta, las arenas bordadas del desierto, los ojos como perlas, la boca con una fruta escarchada, la anguila santotomeña con escamas en su caja, solo ella tubo escamas como los peces en un principio, cuando el principio era el verbo y confluyeron el azúcar, la miel y las almendras. Viajo por los cerros hostiles del recuerdo y encuentro la nostálgica emoción de los sabores. ¡Almendra! ¡Mística almendra! Un golpe de cielo es el azúcar y los rayos de sol, hilos de miel. En la soledad cierro los ojos y me suena Bach en la cabeza. La boca se va volviendo húmeda, un mar se agita y seres invisibles despiertan una a una a todas las papilas. El rostro en el cristal no oculta la sorpresa, mientras crece en el paladar una enredadera y el viento de la respiración trae ¡yo qué sé! zarcillos, lianas, semillas que se derriten. Su prosa es exquisita, puro néctar, ambrosía, un himno a la lengua, cuya lectura emociona hasta la médula. El pensamiento revive en el recuerdo de la infancia. Más allá otra bandeja. Conejitos, trompetillas, zambombas, jamoncillos con su moño de cabello de ángel… Es la tierra, la arena de oro que estalla y amarra los ojos a un estatismo. Vago aroma de astros disolviéndose invade la sonrisa. ¡Sí! ¡Ahí está! Responde al eco del deseo y mi corazón golpea desde lejos, desde entonces, desde mi nacimiento acaso. La luz se adelgaza como animal que corre perdiéndose en la sombra y me dice al oído lo que nadie me enseñó y supe siempre: es el sinfónico sabor concertante del ¡mazapán! de mi patria, de mi madre, de mi infancia. Continuar leyendo