Un jardín de pájaros esmaltados [Jesús Fuentes Lázaro]

@Antonia Mota

José Aguado Villalba pasaba por las calles de Toledo experimentando sensaciones y descubriendo secretos que él solo comprendía. Desenterraba de “rodaderos” trozos de barro de los primeros habitantes, restos romanos, lacerías anónimas, tejas de colores opacadas por el paso de siglos, indicios de cerámicas de reflejos metálicos. Discutía con firmeza cuál era la tonalidad adecuada de las llamadas lozas doradas. Y hasta descubría, aunque no existieran, jardines artificiales, como los de Babilonia o Nínive, con pájaros, reales o articulados, tan naturales los últimos como los primeros. Toledo, sus calles, sus paisajes, sus edificios y su historia representaban para José Aguado el mundo que él conocía a fondo y el que quería reinventar. De eso iba a ir la totalidad de su obra: de moldear el barro a la manera de un dios humano y plasmar en ese material paraísos artificiales, pero cercanos.

Desde niño se había desenvuelto entre el método ascético de trabajo de su padre y la sensibilidad colorista de la madre. Aspiraba a unir el pasado, sus padres, y el presente, él mismo, en un proyecto humanista: recuperar la cerámica del pasado de Toledo y adaptarla a los tiempos actuales, sin alterar la tradición, ni la técnica, ni la imaginación de los antiguos alfareros. Buscaba con humildad del sabio, pero con seguridad absoluta en lo que hacía, elevar estos trabajos a categoría de Arte y abandonar el concepto de artesanía, considerada como una actividad inferior. Desde muy joven había experimentado con los colores para continuar la obra de renovación de la cerámica que habían iniciado sus padres.  A través de ellos pudo intuir que el trabajo en cerámica es una de las variadas expresiones de las ciencias alquímicas. Y empezó a familiarizarse con sus componentes esenciales: tierra, agua, barro, óxidos, fuego, más la invención de geometrías y figuras compositivas.

@Renate Takkenberg

La Escuela de Artes y Oficios, a pocos pasos de su casa, se había convertido en el centro de enseñanza de oficios que se perdían y en la base teórico-práctica de la actualización de esos oficios. Los alumnos, recuerda Pablo Sanguino, discípulo inquieto de D. José Aguado, no entendían lo que allí sucedía, aunque todos creían que de aquellos esfuerzos podrían nacer grandes obras de arte. Ordenado, metódico, ensimismado, en ocasiones huraño, José Aguado no revelaba todos sus conocimientos, pero sí trasmitía su pasión por lo que hacía. Como los maestros antiguos, en la trasmisión de sus técnicas y de sus experiencias, ponía el alma.

En el transcurso de los siglos y con las transformaciones de la sociedad, tanto Talavera de la Reina como Toledo, se fueron perdiendo las habilidades básicas  del tratamiento del barro, las combinaciones de los colores y los motivos estampados en las piezas moldeadas a mano. Los alfares y talleres familiares de cerámicas, en siglos pasados abundantes, habían disminuido para convertirse en meros testimonios de unas actividades sacrificadas. Aquellas actividades no proporcionaban empleo ni dinero. Los gustos de los compradores habían cambiado. Así que olvidaron el pasado para emplearse en trabajos más lucrativos, más de su tiempo, igual de esforzados.

Sería a comienzos del siglo XX cuando cambió la tendencia. En Talavera de la Reina, Ruiz de Luna, sobre todo, y en Toledo, Sebastián Aguado, iniciaron el proceso de recuperación de la cerámica. En Talavera se concibió con cariz industrial, en Toledo con un aire más selectivo, casi elitista. Obras finas para minorías y turistas con poder adquisitivo, que para eso la ciudad había sido sede de la Corte y residencia de cortesanos. Se imponía una estética “historicista”, que volvía la mirada a los trabajos y oficios del pasado como plataforma para recuperar las añoradas grandezas de un tiempo idealizado. En la historia de estas tierras se encontraban las claves de los obras de artesanos anónimos y de un esplendor tan oriental como de Damasco. José Aguado se esforzó en mantener y engrandecer esa trayectoria con el objetivo de convertir la artesanía en Arte. Así, con mayúsculas. Sin concesiones.

Las buenas obras, las que dejan de ser menores para adquirir la dimensión de arte, tienen que ejecutarse bajo técnicas precisas y cálculos exquisitos. Con el barro, con los esmaltes y el fuego no es posible la misma flexibilidad que proporcionan el oleo y el lienzo, o incluso el hierro o la madera. El fuego actúa con una contundencia incontrolable que puede arruinar una obra sí no se miden adecuadamente su potencia y los tiempos de cocción. Y lo que en otras creaciones artísticas sería corrección y reaprovechamiento, tratándose del barro y de óxidos, supone destrucción. Obra perdida, materiales desechados, esfuerzo derrochado. El riesgo era constante, cuando los hornos de cocción se alimentaban de leña. Mantener las temperaturas idóneas y medir el tiempo de la pieza en el horno formaba parte no solo de las experiencias acumuladas durante siglos, sino también de las técnicas del acierto y el error. Intentarlo, equivocarse, volverlo a intentar hasta descubrir la conjunción de cálculos y casualidades que permitían que los esmaltes se imprimieran en el barro con la precisión y el brillo que el artista había imaginado. El trabajo resultaba siempre una aventura: saber cómo se empieza, ignorar el resultado. Los riesgos se redujeron cuando  aparecieron los hornos eléctricos, en los que se programaba la intensidad constante del calor y el tiempo milimetrado de cocción.

La UNESCO ha reconocido como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad las técnicas y tradiciones alfareras y cerámicas, conservadas en Talavera de la Reina y Puente del Arzobispo, en España; Puebla y Tlaxcala, en Méjico. Lo mismo que en estos lugares, aunque sin ese reconocimiento especifico, José Aguado, manteniendo la tradición familiar, transformaba la cerámica de Toledo. ¡Y de qué manera la transformaba!

Dentro de la variedad de trabajos realizados por José Aguado, creó un universo único de jardines y pájaros. ¿Dónde encontró ese mundo de pájaros esmaltados, entre lo real y lo fantástico? ¿En qué se inspiró para obtener esa armonía de colores en una naturaleza tan austera como la que le rodeaba? ¿Soñaba con lugares lejanos? ¿O eran selvas interiores en las que anidaban pájaros de alas tersas y plumas refulgentes y crecían flores de variados matices? ¿Qué cálculos físicos y matemáticos empleaba para conseguir que los colores no se mezclaran  y permanecieran firmes, tal como él los había perfilado?

José Aguado conocía la tradición de aves esbozadas de Puente del Arzobispo  y los bestiarios de la cerámica de Talavera y los convirtió en pájaros brillantes, diseñados con las técnicas del esmaltado, tal vez, influido por los colores nítidos de su compañero Félix del Valle. Así creó un universo de  vida desbordante sobre un jardín repleto de flores de colores y distintos tamaños, resaltados por la volumetría de la cuerda seca. ¿Soñaba con las imágenes sublimadas de las miniaturas de Japón? ¿O con las selvas de las Indias Orientales, que parecen más exóticas y raras que las de las Indias Occidentales?

Marguerite Yourcenar escribió un cuento en el que se narra la vida y el arte de Wang–Fó. El huidizo personaje –nunca permanecía en el mismo lugar una vez que había atrapado en los cuadros sus paisajes y sus gentes- pintaba de tal manera que la irrealidad de su arte convertía lo que pintaba en una realidad que superaba a la muestra original. Quienes contemplaban sus pinturas, renunciaban a la realidad. Imposible convivir con ella, cuando se habían contemplado la excepcionalidad de lo pintado. Si el modelo era una mujer, se enamoraban de la pintura y despreciaban el original. Sí era un paisaje, todos querían vivir en el cuadro y se despreocupaban del natural. Por tales cualidades, los sacerdotes honraban a Wang – Fó como un sabio. El pueblo, más acertado, le temía como a un brujo.

¿Qué otra cosa puede ser, sino un sabio o un brujo, el artista que solo con el color que emite el plumaje de los pájaros y las ramas en las que se posan crea una atmosfera absorbente que varía de intensidad según la evolución de la luz? La luminosidad de la pieza procede del interior de la obra que, aliada con la exterior, origina un ambiente en permanente evolución. El Emperador del cuento –en los cuentos orientales siempre tiene que aparecer un emperador- ante las obras de este artista, no pudo evitar sentir una sensación de angustia existencial: “Me has mentido Wang–Fó, viejo impostor, dijo el emperador. El mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lagrimas”.

En las obras de José Aguado existe una fantasía absoluta, pero nunca mentirosa. El mundo es real, aunque imaginario. Sus piezas son figuras dinámicas captadas en el instante efímero en el que pájaros de exultantes plumajes se posan entre flores y ramas de un jardín de fantasía. Recoge la esquematización de la realidad vista por la imaginación de un pintor que atrapa la naturaleza en un soporte cerámico. Como el inventado Wang–Fó, de Yourcenar, José Aguado daba vida a sus pájaros, mediante la superposición de colores que nos trasladan a mundos que, si existen, solo pueden hacerlo en paisajes inexistentes.

Hay quienes sostienen que la inspiración de José Aguado no provenía de ningún estado de ensueño ni visiones sensoriales, sino de una realidad más ordinaria. Que nacía de la contemplación de los motivos decorativos de los antiguos mantones de Manila. Tampoco esta versión, menos épica, disminuiría el potente deslumbramiento de los jardines con pájaros esmaltados que plasmó José Aguado en su obra cerámica. Como sugiere Pablo Sanguino, discípulo de D. José, que nos ha acompañado en este descubrimiento, plasmó en la cerámica de Toledo un movimiento “Arts and Crafts,” muy particular, para popularizarlo y dar nuevos impulsos a la cerámica, ahora ya concebida como arte, aunque sin alejarse de la artesanía originaria.

En la serie de pájaros que Aguado realizó, sean en grandes o pequeños formatos, se concentra una obra única y original, que habría que revalorizar y conservar como piezas singulares. Él continuó un camino que transformó la cerámica de Toledo. Vendrían otros después, como el propio Pablo Sanguino o el matrimonio francés, Suzanne Grange y Raymond Edanz, autores de una obra innovadora, aún no superada.

La revolución para la cerámica que supone este conjunto, como la de reflejos metálicos que también José Aguado recuperó, debería conservarse como la obra de un tiempo que se diluye. Tal vez, en el horizonte automatizado que se perfila, la cerámica deje de tener sentido utilitario o simplemente decorativo. Será, entonces, si no ha desaparecido del todo, el testimonio fantástico de una época y de una ciudad de cerámicas sucesivas.

Jesús Fuentes Lázaro


Dibujo de portada de Antonia Mota

Fotografía de Renate Takkenberg

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  • Rosalina Aguado

    Mi querido profesor, Jesús Fuentes, siempre sublime en todo lo que toca con su pluma. Emocionada, agradecida, un abrazo lleno de admiración y cariño.
    Rosalina Aguado.

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