Pintura, velocidad, tiempo [José Rivero Serrano]

El segundo intento por cartografiar la pintura de Antonio López García (Tomelloso, 1936) a través del cine, se ha saldado con la pieza realizada por Nicolás Muñoz Avia, hijo de los pintores Lucio Muñoz y Amalia Avia, y que ha denominado como Antonio López Apuntes del natural (2019), que fuerza es decirlo, tendemos a contrastarla con la otra pieza filmada por Víctor Erice en 1992, El sol del membrillo, con el mismo propósito: hurgar en la pintura de Antonio López García.

En esa película de Erice (inclasificable, como dicen algunas informaciones sobre la cinta, que no saben dónde ubicarla) asistimos a un proceso imposible, como es el de detener el tiempo. Cosa obvia por demás, que sólo ocurre en algunos pasajes bíblicos muy mitologizados como el de Josué en lucha contra los amorreos. Cosa obvia y cosa difícil, la de detener el tiempo, pero que algunos pintores tratan (o mejor trataban) de rebatir esa imposibilidad  a través de una práctica artesanal de difícil encaje y de superior conjetura. Ese misterio de la congelación del tiempo y su embalsamamiento posterior, es el que relata Félix de Azúa en su último trabajo, Volver la mirada (2018), cuando al hablar del Sacrificio de Isaac, en la pieza de Rembrandt del Hermitage, nos advierte de que el pintor experto en ‘la investigación del instante’ era capaz de dejar suspendido en el aire el cuchillo sacrificial, justo antes del degüello del hijo. Una audacia, la de la suspensión de tiempo, que atribuye a alguien que se consideraba así mismo como un experto en interrupciones.

La interrupción del proceso de pintura del membrillero otoñal, por parte de Antonio López, no tiene nada que ver con el cuchillo suspendido en el aire de la pieza de Rembrandt. En la medida en que si el maestro holandés es un experto en interrupciones, el maestro de Tomelloso es un experto en dilataciones, como ha demostrado en repetidas ocasiones, en procesos pictóricos interminables y de sobra conocidos. No sólo, por tanto, la suspensión del tiempo en la captura pictórica como muestra del roto del tiempo y su orificio; sino la prolongación indeterminada del instante ideal, en una secuencia que de la congelación pasa a la expansión y a la explosión. Justamente, como el aire confinado en un globo que muestra su conformación y su estabilidad; para después de su dilatación y explosión, pasar a la indefinición formal y a la rotura de la forma mensurable.

No sólo, por ello, el membrillo y sus frutos en sazón, que al madurar ganan peso y se desplazan de su posición inicial en la rama, e impiden con esa modificación su captura en el lienzo; y que por eso mismo, hay que rectificar los esbozos previos o hay que ampliar el soporte pictórico, para albergar otra dimensión no prevista. No olvidemos que la película en Francia, tuvo la certeza de su denominación alternativa como Le songe de la Lumière, El sueño de la luz, con la ambivalencia del sueño, como fisiología del durmiente y como proceso de ensoñación y de revelación. No ya, por tanto,  El sol del membrillo.

Y esta es la diferencia entre las piezas de Erice y de Muñoz Avía. Erice, pese a realizar un documental con un proceso lineal del relato rastreable, cuenta una historia de brevedades, de crepúsculos y de imposibilidades. Mientras que Muñoz Avia zigzaguea en diferentes planos del mundo de López García: conversaciones, ejercicios de pintura solitaria, consejos a los aprendices y el más continuado trazado de la pieza escultórica de Desnudo de hombre; sin saber la ubicación temporal precisa de los acontecimientos narrados por la cámara, más allá de ciertos procesos que vemos avanzar hacia una meta o un fina previsible. Una pieza enigmática en su hechura esta del Desnudo de hombre, similar en la expresividad a la de la estatuaria griega y en particular al Auriga de Delfos en su expresividad milenaria y en su proximidad contemporánea. Una pieza enigmática que vemos surgir, fundir, armar, ensamblar, rectificar e instalar con muchas dudas y discusiones, en basamentos variados: ya lechos y altares, ya mesas o yacijas. Hay incluso una foto-fija extraordinaria de la película, que puede pasar desapercibida y que  puede dar cuenta de la ingravidez de lo pesado que ha llegado a captar algún movimiento de ajuste final en el taller. Donde la pieza movida por Antonio López y dos operarios, parece quedar suspendida en el aire. Y así el sueño del hombre desnudo y dormido, imita al cuchillo de Rembrandt y flota en el aire.

Frente a la experiencia en interrupciones que vislumbramos en Antonio López García, otra reciente película nos permite descubrir su inversa: la experiencia de las aceleraciones. Que se vislumbra en la película Van Gogh en las puertas de la eternidad (2018), del también pintor Julian Schnabel (Nueva York 1951). Si Rembrandt es un experto en interrupciones, López García es experto en dilataciones, podemos decir que Vicent Van Gogh es experto en aceleraciones. En la medida en que, según nos cuenta Schnabel que no es ajeno a los procesos de creación de la pintura, sus procesos de creación estaban dictados por impulsos violentos que demandaban una rápida ejecución y una escasa negociación con los formalismos convencionales. Una furia acelerada, la de Van Gogh, por la captura de lo instantáneo y perecedero que no daba lugar al secado de la pintura. Reproche que incluso le hacia su amigo Paul Gauguin, quien le pedía  planificación y paciencia, y le advertía que utilizaba la pintura como si fuera arcilla. Cuando bien a las claras, Gauguin no podía impedir el rapto del que golpea el tiempo, con las manos y con arcilla, como si fuera una cuestión personal más que pictórica.

Algo parecido a lo mostrado por Jean Prevost en 2008 con su película sobre Seraphine Louis la pintora autodidacta, llamada Seraphine, quien fuera descubierta en  su inmediatez pictórica por Wilhelm Uhde, crítico alemán valedor de Picasso y descubridor del aduanero Rousseau y valedor de lo que él llamaba Primitivos modernos. El primitivismo de Van Gogh y de  Seraphine Louis, participaba de ese impulso casi biológico de capturar la imagen como un ceremonial de la naturaleza y no como un gesto cultural. Y es que si el arte, como repite Azúa en el citado libro, navega entre la Techné y la Poesis, la captura pictórica se debate entre la parálisis y la aceleración, como si de un movimiento imposible se tratara. ¿Cómo paralizar lo móvil? Y ¿cómo acelerar lo quieto?

 

José Rivero Serrano, arquitecto.

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