La barra, ese lugar (II). Restaurante Víctor Sánchez Beato [Luis Moreno Domínguez]

A mesa puesta 

Un jueves de principios de marzo quedé con el chef Víctor Sánchez Beato en una confortable barra de un bar toledano para charlar de la inminente puesta en marcha de su nueva propuesta gastronómica en la Ciudad Imperial. Nos acomodamos en dos banquetas de medida idónea y saboreamos una cerveza bien tirada en copa helada (sí era marzo y hacía calor, las cosas de este clima loco) acompañada de unas crujientes patatas fritas con mejillones que nadaban en un delicado escabeche. Este bien podría ser uno de los añorados aperitivos que millones de españoles no han podido degustar en los más de cien días de confinamiento forzoso. Vale se lo han tomado en casa, pero en este caso lo de en casa como en ningún sitio no creo que sea certero.

Más de tres meses después del encierro vuelvo a quedar con el chef que revolucionó el panorama gastronómico toledano a principios de los 2000, rehabilitando con respeto una casa patio del siglo XVII a los pies de la Catedral Primada, con una propuesta arriesgada en un escenario, el de la capital manchega, con una gastronomía limitada entonces a experiencias más bien insulsas.

Sánchez Beato abre El Locum en abril de 2003, manteniendo una carta de platos creativos, con buenas materias primas y con guiños frecuentes a la tradición culinaria de su ciudad natal. Antes había sido jefe de cocina del fallido Casón de los López durante cinco años y en 2007 ya en El Locum, su trabajo es reconocido como mejor restaurante de cocina creativa de Castilla La Mancha.

Aguanta estoicamente los años de la crisis del ladrillo pero al final tiene que cerrar su casa patio y para cocinar en un hotel que le impone criterios que no van con su línea de trabajo, con lo que decide montar su propio negocio inspirado en las barras japonesas, como ya inició su admirado amigo Luis Arévalo con Kena en Madrid, sin empleados ni jefes y sin cargas adicionales más allá de la creatividad y la atención a su clientela.

Su nueva apuesta tuvo rodaje en la casa hotel de Paco de Lucía, donde cedió su nombre de ”entre dos fuegos” y ahora se lanza de nuevo a la aventura culinaria con un restaurante de barra de alta cocina para dieciséis comensales donde sería merecido que recuperara los dos soles de la guía Repsol o la reseña de Big Gourmand de la Michelín, que ya tuviera en su local primigenio.

El nuevo establecimiento se acomoda en el hotel Pintor El Greco y cuenta con entrada propia frente al museo del pintor, a cuyos apóstoles no es difícil encontrárselos dándose un homenaje en la barra. Su decoración no recuerda nada a la de la casa patio donde se ubicaba El Locum, de donde tan solo se ha llevado una serigrafía del artista toledano Eduardo Sánchez Beato. La barra mide 71 centímetros en el lado del comensal, para estar sentado en cómodas butacas, con una encimera doble, una para comer y otra más alta donde el chef va colocando los platos. En su interior la altura cambia para facilitar el trabajo del cocinero que, cual sushiman manchego actúa de maestro de ceremonias.

Se puede degustar un menú fijo según la oferta del mercado y la inspiración de Víctor, tanto a mediodía como para cenar, exigiéndose puntualidad para dar el servicio al mismo tiempo, que comienza con una bebida en el patio del hotel, para continuar en la barra con cuatro pequeños bocados de aperitivo, un ligero y chispeante “gaspacho”, una regañá envuelta en un fino tentáculo de chipirón rebozado, un taco de humus con pringá y un nigiri de delicioso tocino ibérico con trufa. Tras la barra el comensal puede ver como el chef, con su obligada mascarilla, coloca con mimo cada uno de los ingredientes con unas higiénicas pinzas de acero inoxidable. Continúa el menú con tres entrantes del que destaca una sedosa crema de guisantes con avellanas bajo un tartar de salmón con tobiko (las huevas del pez volador) que chispean al morderlas como una suerte de peta zetas del mar, mientras el comensal puede seguir observando al chef como filetea una presa ibérica escabechada con un cuchillo de afilada estética japonesa regalo de su amigo Ángel León, el afamado chef del mar, que servirá sobre una crema de berenjenas y merengue del propio escabeche; los entrantes terminan con una carnosa alcachofa confitada con gambones y alioli de foie-gras, un mar y montaña que ya le dio fama en El Locum y que el cocinero remata con la precisión de un cirujano plástico con guantes quirúrgicos.

Llegados los platos principales el comensal ya se siente casi saciado por la envergadura de lo degustado hasta ahora, pero la glotonería al menos del autor, no le impide continuar con un taco de atún glaseado con sésamo de wasabi, cuscús de coliflor y caldo de aceituna manzanilla y hierbabuena, para rematar con el lomo de ciervo con crema de membrillo trufada y queso manchego, guiño obligado a la caza de los montes toledanos, sin duda un colofón espectacular.

El postre de tataki de sandía infusionada en frutos rojos y helado de pistacho se acompaña de una copita de Pedro Ximénez. Todo por el moderadísimo precio de 45 euros que incluyen digestivo y café para rematar el condumio.

La imaginación de Víctor Sánchez Beato, le hace proponer platos tradicionales cocinados con técnicas modernas, haciendo varios guiños a la cocina japonesa con trampantojos en forma de nigiri, tataki o tratar, dando por sentado que su sensibilidad no entiende de nacionalidades. Observándole detrás de la barra en unos momentos batiendo un aire, decorando los platos con una espátula o fileteando concienzudamente un trozo de carne, con mascarilla, guantes y chaquetilla blanca, uno a veces siente que está observando a un médico. Uno para dieciséis pacientes, afortunadamente libres del maldito bicho que nos ha aguado la fiesta gastronómica durante más de tres meses de este año 2020.

Esperemos que vuelvan las barras al cien por cien en el mejor país del mundo para comer espléndidas viandas y beber buenos caldos detrás ellas.

Luis Moreno Domínguezarquitecto

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