El western, o la narración de los mitos americanos [Jesús Fuentes]

Unas o varias generaciones de niños y jóvenes entendimos al western como  el género de aventuras por excelencia. En Toledo, donde nací y he vivido siempre, existió un cine (ya desaparecido) que se llamaba “Moderno”, más antiguo que “El Imperio” y más aún que el que se construiría posteriormente llamado  “Alcázar”. De aquellos cines solo queda el recuerdo en quienes los conocieron. Unos se convirtieron en viviendas y otros en oficinas. En la actualidad las películas se proyectan en pequeños habitáculos con pequeñas pantallas, situados en  Centros Comerciales.

En ese cine Moderno de la infancia y la posguerra, los domingos y algunos festivos se organizaban proyecciones matinales. Comenzaban a las 11 y las entradas eran más baratas que en las sesiones de tarde. Ingrediente clásico y de éxito de aquellas “matinales” eran las películas del Oeste. Indios y vaqueros se entremezclaban con colonos y granjeros, soldados y bandidos, pistoleros y tahúres, sheriffs y atracadores de diligencias. No faltaba en aquel mundo violento, al menos, una mujer, prostituta o decente, madre o hermana, hija o novia. En la parte más alta del cine se situaba “el gallinero” donde más emoción se acumulaba y donde entraban los niños menos favorecidos de aquel Toledo antiguo. No disminuían la exaltación por las aventuras  ni los bancos duros y corridos del gallinero, ni el apretujamiento de unos cuerpos contra  otros, cuando aparecía la caballería para salvar a alguien de las garras de los indios. Ni tampoco el acomodador que, linterna en ristre, mantenía el orden como podía, aunque siempre  desparecía  en los momentos de máxima tensión o griterío. Los muchachos salíamos de aquellas matinales transfigurados: éramos sheriffs imaginarios, pistoleros vencidos pero impactantes o granjeros exultantes cuyas caravanas  habían llegaban a su final tras penurias sucesivas en aquellos interminables paisajes de nubes violentas, de sol despiadado o de tormentas inconcebibles en tierras de secano.

“Búffalo Bill”. Cecil B. DeMille, EEUU, 1936.

Cuando llegamos a mayores, la reflexión reemplazó a la emoción. Empezamos a mirar de otra manera aquellas películas. En ellas se narraba con formas sencillas un mundo nuevo que estaba por construir. Descubrimos que los indios no eran los malos y que la costumbre de cortar cabelleras la habían establecido los invasores para llevar un censo efectivo de indios matados. Cómo también aprenderíamos que aquellas ingentes manadas de búfalos en praderas eternas serían exterminados por la política oficial de los gobiernos para  acabar con los  indios rebeldes que resistían la invasión y se negaban al despojo de sus tierras. Qué Búfalo Bill (llamado así por su habilidad para exterminar búfalos por encargo) sea una de los héroes americanos no deja de tener su punto despreciable.

Fotograma de “Raíces Profundas”. George Stevens, EEUU; 1953.

 Las películas del Oeste con tramas lineales y lenguaje de gestos y de palabras fácilmente comprensibles narraban los sueños de unas gentes que buscaban una vida mejor en una nueva tierra. Son narraciones épicas, es decir populares. Y como todas las narraciones populares se pueblan de buenos y malos quintaesenciados. Se reproducen situaciones confusas y dramáticas, sucesos trágicos en medio de una naturaleza poderosa y agresiva. Los sueños de aquellas gentes, emigrantes forzados por el hambre o por las guerras – incluida la propia guerra civil entre confederados y unionistas – merecían todo género de sufrimientos y pruebas. Los colonos atravesaban inmensas extensiones – el modelo se encuentra en la Biblia – y vagan por ellas en busca de una tierra de oportunidades y riquezas. Otros, más modestos, solo quieren alimentar a sus familias. En esos escenarios inabarcables se mueven a su antojo los ambiciosos, los prepotentes, los tiranos, pero también los libertadores, los solitarios  que surgen por un horizonte cercano y se alejan, tras cumplir con su misión, por otros inciertos, como en “Raíces Profundas”. Con imágenes atrayentes  el western recoge los mitos constantes de la humanidad: el viaje con aventuras y sufrimientos, el éxodo hacia unas tierras desconocidas en las que la identidad y las costumbres se transformarán, la presencia de personajes heroicos, de bandidos, de traidores, de humildes. Es la esencia del “sueño americano” y su “modo de vida”.

Fotograma de “Camino de Oregón”. Andrew V. McLaglen, EEUU, 1967.

Quienes elaboraron esas narraciones se encontraba en Hollywood, donde todos eran emigrantes y judíos. Conocían lo que era ambicionar una tierra, construir una identidad propia, superar el desarraigo, olvidar las raíces. Significaba empezar de nuevo en un espacio en el que todos eran iguales. El camino hacia al Oeste es lo más parecido al peregrinar por el desierto durante cuarenta años. Durante esa peregrinación hasta acceder a una tierra prometida, en ocasiones se olvidará el objetivo y casi siempre habrá que afrontar  imprevistos: individuos de la propia comunidad  en lucha con otros individuos, grupos o tribus contra otras tribus. El gran peregrinaje  lo harán conducidos por un guía que no llegará a disfrutar, solo atisbar, la tierra buscada. Es lo que se narra en  “Camino de Oregón”.

Pero allí hay que crear instituciones, regular la vida y las relaciones personales. Se cuenta en la película ¿Quién mató Liberty Valance? En ella un hombre que quiere organizar la sociedad según las leyes se tendrá que enfrentar a un feroz asesino, que representa a los poderosos y a su propia maldad. Un miembro del reducido grupo de poderosos se dará cuenta de su error y contribuirá a hacer frente a quienes no respetan las reglas de la democracia, entre ellas, la libertad de expresión. El vencedor involuntario del duelo será el político, la persona que cree que el mundo se construye mejor con la razón que con la fuerza. En “Horizontes de Grandeza” se presenta una versión parecida, aunque aquí son los individuos en solitario quienes tienen que decidir qué quieren ser ellos mismos en ese nuevo mundo. El protagonista, un tipo de ciudad, se tendrá que confrontar con un hombre que confía en la fuerza física de rudo trabajador.

Otro  tema que afronta el western, aunque casi siempre sesgado o con menos importancia, son las relaciones, no ya entre los ocupantes del nuevo lugar, sino entre los antiguos pobladores. Como en la literatura hebraica, además del peregrinaje por el desierto, habrá que conquistar la tierra prometida.  La política expansiva de los gobiernos, para superar los desastres de la guerra civil que amenazaba con reproducirse, se forjó a costa de  reducir, aniquilar o expulsar a los diversos pueblos que las habitaban. Eran los nuevos filisteos, los amorritas, los cananitas. El sueño de  tierras libres, que el Gobierno prometía,  exigía privar a aquellos de sus asentamientos, en anteriores ocasiones pactados. Para lograrlo se fomentaron las inversiones en infraestructuras (el ferrocarril) que daban trabajo, comunicaban grandes territorios y posibilitaba amasar, con dinero público, ingentes fortunas privadas. La búsqueda de nuevos recursos arreciaba cuando las políticas expansionistas entraban en crisis. El hallazgo de oro – los conquistadores siempre han buscado oro – en la Colinas Negras impulsó, por ejemplo, una guerra contra los indios  apaches a los que se les había expulsado de otros lugares y se les había confinado en este. La mítica derrota de “Little Bighorn”, fue de las pocas victorias de los indios. No obstante, ningún obstáculo se opondría a la conquista de aquella nueva tierra.

El western con tramas sencillas, personajes estilizados, lenguaje escueto,  estética de grandes horizontes y paisajes de ensueño sirvió para fijar en los emigrantes que llegaban a América su gran sueño. Y aprendieron que había que conquistarlo. Nadie regalaba nada. La conquista sería pacifica o violenta. La épica se materializaba en el cine, el gran instrumento de narración de los nuevos tiempos. Y con su inmenso poder Hollywood importó  aquellas historias que los niños veíamos entusiasmados en las matinales de los cines de las grandes o pequeñas ciudades.

Jesús Fuentes Lázaro

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