Carta desde Roma [Paco Rojas]

                                                                                              

 

Roma, 4 de octubre de 2015

Querido amigo:                                  

Jamás me he sentido tan borrego como ayer, haciendo una cola de doscientos metros para entrar a ver la Capilla Sixtina. Va para cuarenta años que estuve la primera vez; ahora quería que la viera mi hijo Benjamín.

Pegada a la muralla del Vaticano, alineados entre dos veredas constituidas por barandillas fijadas a la acera, las ovejas íbamos al redil. En la alineación que estaba pegada al bastión de Michel Ángelo, en filas de a tres a cinco, íbamos las personas que pretendíamos sacar una entrada libre (16 euros); es decir, sin compra anticipada por medio de agencia (modalidades de 38 a 60 euros según fuera con guía o sin él). No puedo calcular qué cantidad de ovejas formábamos la riada de los “castigados” a esperar dos horas. Por la segunda vereda, más estrecha, entre barandillas, pasaban ovejas sueltas sin espera o pequeños grupos dirigidos por un ovejero de turno (con la señera de una cinta, o floripondio, al extremo de la varilla pertinente). Éstas que pasaban de ligero ya habían hecho su abono a las agencias concertadas con el Vaticano. Los que esperábamos a pie derecho, cada ocho o diez pasos, recibíamos el bombardeo de los buitres de agencia que pretendían pasarte a la otra vereda por unos miserables 22 euros más  por persona. Ellos trataban de convencerte de lo absurdo de tu espera y mi hijo me dijo que esos euros los reserváramos para un restaurante.

Ya habían transcurrido noventa minutos cuando doblamos la esquina del bastión y pudimos ver una plaza. Allí se alineaban una docena de barandillas que daban acceso a la entrada por las que transitaban, a paso ligero, grupos numerosos conducidos por guías. Supuse que al otro extremo de las barandillas, estas avalanchas sin espera, habrían sido citadas por sus guías correspondientes.

Las ovejas autónomas, atónitas ante aquel espectáculo de predilecciones, ya estábamos a la puerta y a punto de cumplir las dos horas de esperanza. Allí, dos guardias uniformados frenaban cualquier intento de “colarse”; tenían la lección aprendida: si el de abono libre entraba pronto, se deshacía un negocio diseñado con esmero.

Una vez dentro, ya no había espera para abonar los 16 euros, con lo que recobrabas orgullosamente tu condición humana. Recorrimos libremente salas y pasillos, contemplando las colecciones vaticanas (frescos y cuadros de caballete) hasta llegar a la Capilla Sixtina donde; tanto los de grupos como los liberados, volvían a convertirse en ovejas que han de subir al vagón: un cordón de guardias les conducía apresuradamente y en absoluto silencio (sólo se escuchaba su chistar y sus órdenes de apresuramiento). Los últimos guardias del cordón obligaban a integrarse hacia el centro de la Capilla. Allí habría quinientas personas mirando hacia la bóveda o hacia el Juicio Final, al frente. El redil estaba prieto y, por el sitio opuesto al juicio Final, se dejaba salir el flujo. De vez en cuando, un guardia se introducía en la manada para amonestar a quien intentara utilizar su cámara fotográfica. Yo le mostré lo que tenia entre manos –con gesto de guasa-, lo mío era un aparato “inocente”: unos prismáticos para identificar al cardenal que impuso a Miguel Ángel cubrir las vergüenzas humanas; pude localizar al ínclito en la barca que conducía al infierno. Luego mi vista saltó para ver el autorretrato de Miguel Ángel en el pellejo corporal que colgaba de la mano del artista. Yo conocía bien el fresco del Juicio desde mis catorce años; cuando hice una copia completa a plumilla y pintada con los lápices de colores del colegio.

Cuando volví a Toledo, busqué en mi estudio el ya antiguo dibujo de mi infancia, allí también estaban el pellejo de Miguel Ángel y el cardenal en su barca.

Paco Rojas, artista, fundador del grupo Tolmo

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